Te regalo toda una vida de amor Capítulo 524

Cuando escuchó mi pregunta, Silvio se quedó mirándome confundida, pero, al final, me dijo que no me preocupara.

—¿Cómo piensa resolverlo? —le pregunté entonces.

—Quiero matarlo. Yo soy su blanco, así que, aunque esté equivocado, debo terminar con su vida. Sin embargo, no tengo el poder para hacerlo. Puede parecer que él está solo y al borde de la muerte, pero este hospital está repleto de sus hombres.

—¿Tan aterrador es? —Estaba asombrada.

—Claro que no fue sencillo para él llegar a donde estaba en unos pocos años; cada paso que dio estuvo bien calculado. Además, muchas de las familias no quieren que nada le pase. En cuanto esté fuera de juego, no habrá mayores cambios en el equilibrio de poder, por lo que todas las familias poderosas están esperándolo. —Hizo una pausa antes de continuar—. En Bristonia se apoderó de todo lo de Raúl y destruyó a su paso a toda la familia Meza solo para poder estar a salvo en la ciudad. Fuera de eso, nada de lo que obtuvo de esa jugada le resulta realmente útil. En cuanto a Nicolás… Él tiene todo su apoyo. Hasta Daniel está aquí. Todas esas son maneras que tiene de mantenerse vivo. Sabe que, aquí, nadie se va a atrever a atacarlo.

—Pero fuera de Bristonia sería mucho más difícil hacerlo —añadí.

—Sí. Por eso es tan poderoso.

Un miedo comenzó a crecer dentro de mí. No seguí hablando con Silvio sobre Ezequiel porque sentí que, si lo hacía, iba a tenerle cada vez más miedo. No pasó mucho rato hasta que Maya estuvo lista; el médico dijo que habían tenido que darle algunos puntos de sutura a la herida, pero, como aún estaba bajo los efectos de la anestesia, Maya no estaba dolorida.

—Cuando pase el efecto de la anestesia, tome algún analgésico —la instruyó el médico—. Por estos días, evite bañarse. Vuelva en tres días para cambiar el vendaje.

Maya le agradeció y se aferró a mi brazo.

—¿Te irás a casa, Gina?

—Me quedaré aquí un poco más. Luego iré a casa —repuse. Mi amiga miró brevemente las puertas del quirófano y murmuró:

—Gracias por lo de hoy.

Silvio la cargó en brazos para llevársela y, mientras me apresuraba a llamar el ascensor para ellos, pensé en lo bien que se veía cargándola así. Tras despedirme de ellos, regresé a mi asiento. Media hora más tarde, recibí un mensaje de Santiago: «¿Ya estás en casa?», decía. Le respondí que no y quise saber si él ya había aterrizado. «Sí, acabo de bajar del helicóptero», escribió, así que decidí hacer una videollamada. Mi humor mejoró bastante al ver su rostro atractivo.

—¿Sigues en el hospital? —preguntó tras saludarme.

—Sí. Aún lo están operando. —Mi sinceridad lo hizo sonreír.

—Buena chica —dijo de repente—. Cuando te asegures de que está bien, ven a casa.

—Estuve hablando de él con Silvio —dije tras dudar un poco.

Él no me preguntó qué había dicho Silvio; en cambio, siguió con el tema anterior mientras caminaba.

—Mañana por la mañana estaré de nuevo a tu lado.

—Bueno. Cuídate.

—Lo haré, Reina. —Su voz sonó distorsionada por el viento y la estática. Cuando le pregunté si había mucho viento donde estaba, respondió—: Sí. Dicen que luego va a llover.

—Concéntrate en tu trabajo, entonces. Voy a colgar.

—Bien. Recuerda enviarme un mensaje cuando estés a salvo en casa. —Cada día se volvía más y más cariñoso. Era el marido perfecto.

Una vez que terminamos de hablar, dejé el teléfono a un costado. De pronto. Una enfermera salió del quirófano e irrumpió en el pasillo diciendo a viva voz:

—Nos estamos quedando sin sangre. ¿Hay alguien con sangre del grupo AB?

—Yo —respondí deprisa.

De por sí, mi cuerpo ya estaba bastante debilitado, por lo que, tras donar sangre, me sentí aún más débil. Mientras me arropaba con la chaqueta de Santiago, me acurruqué en la silla.

En cierto momento, Ezequiel por fin salió del quirófano. Ya estaba consciente, pero tenía la mirada perdida. Los enfermeros lo llevaron a una habitación.

—Alguien debe quedarse con él esta noche —indicó el médico—. Si algo pasa, llámenos de inmediato.

En cuanto oí eso, le escribí a Joel para que me reemplazara, pero él respondió: «Solo puedo ir dentro de una hora. Mientras tanto, por favor cuide del señor Castillo». Que tuviera la amabilidad de llamar a Ezequiel «señor Castillo» me daba la pauta de que tanto él como Gabriel fallaban bastante cuando se trataba de discreción. Dejé el teléfono. Ezequiel todavía parecía un poco aturdido. Tras pensarlo un momento, le acomodé la manta.

—Tus heridas son bastante graves, así que debes descansar. Con respecto a lo de hoy…

—Señorita —interrumpió.

—¿Qué sucede?

—No es necesario que me agradezca —dijo. Contesté con un «Mmm» y tuve la prudencia de quedarme callada. El tiempo pasó en silencio. Hasta a mí me parecía increíble que estuviéramos compartiendo la misma habitación en paz—. Si está cansada, puede irse a su casa.

—Ah. Pero no estoy cansada.

Por lo que Regina sabía, Ezequiel tenía una personalidad destructiva y nadie que lo hiciera enfadar podía tener un buen final. Sin embargo, ese era el Ezequiel del pasado. En ese momento, estaba en total control de sí mismo. Se había contenido para no herirla e incluso había decidido no hacerle daño a su marido, Santiago. Eso era porque no quería que ella se molestara. ¿Pero qué pasaba con toda la humillación y el dolor que había sufrido antes? No podía vengarse de Santiago, pero ¿los demás? Silvio y Raúl era en quienes había descargado su furia. No le importaba si vivían o morían. Lo único que le importaba era ella, por eso, cuando lo había llamado, no dudó en preguntarle: «¿Qué quiere que haga, señorita?». Cualquier cosa que ella le pidiera, la haría. Lo que ella dijera, él lo cumpliría de inmediato. Incluso si eso significaba resignar su venganza. Y ella le había pedido que liberara a Maya. Ese era su deseo, así que él le prometió que lo haría. Jamás la iba a decepcionar.

Cuando, a toda prisa, él había ido al sitio en construcción y había visto a Silvio, claro que había sentido deseos de atormentarlo un poco, pero le había hecho una promesa a Regina y por eso lo había pateado para hacerlo a un lado y había atrapado a Maya. Como era lógico, todas sus heridas se habían abierto al hacerlo. De inmediato perdió la conciencia y cayó al suelo. Lo próximo que recordaba era que, al abrir los ojos, un médico le había dicho:

—No se rinda. La chica que está fuera le donará sangre. La enfermera dijo que ella se veía muy débil, pero no dudó en ofrecerse para la donación.

—¿Quién? —había preguntado él con labios temblorosos.

—No sabemos. Tiene un vestido blanco.

—Bueno. —había dicho él con una sonrisa.

—¿Bueno?

—No se preocupe, voy a resistir.

En el instante en que lo habían sacado del quirófano, había visto a la chica hecha un ovillo sobre un asiento, cubierta con una chaqueta de hombre. Su aspecto era tan débil y tan lamentable… Ah, esa era la chica. Era la chica en la que él creía. Luego, la joven había seguido a los enfermeros a la habitación y se había quedado sola con él.

No había nada de lo que pudieran conversar. Como su cuerpo estaba debilitado, en realidad, él no quería hablar. Sin que ella lo viera, la observó con el rabillo del ojo. Todos pensaban que era hermosa, y de verdad lo era. Sin embargo, también era en extremo dócil y delicada. La delicadeza de Regina le había infectado el corazón. «Gracias, Gina», pensó con sinceridad. Estaba agradecido de que estuviera dispuesta a quedarse con él, no importaba de qué manera. Con una inusual sensación de satisfacción, suspiró y cerró los párpados.

—¿Vas a dormir, Eze?