Te regalo toda una vida de amor Capítulo 455

Maya y yo habíamos donado muchísimo, pero Santiago respondió el mensaje de texto con un «Nop».

—Oye, ¿por qué mientes? —pregunté sorprendida.

—Solo quiero que se ponga celoso.

«Dios mío, mírate. Quieres ver cómo arde el mundo». Me cubrí la cara con las manos.

—No lo puedo creer —dije. Santiago arrojó su teléfono y me atrajo hacia su cuerpo. Quise liberarme, pero, al final, solo logré que se excitara. No obstante, dado que estaba menstruando, lo satisfice… de otra manera. Una vez que terminamos, le pregunté—: ¿Vas a ir tras él? —Me refería a Ezequiel.

—Sí.

Su voz transmitía satisfacción. Quería argumentar a favor de Ezequiel, pero lo único que iba a lograr era complicar las cosas.

—¿Es peligroso? —pregunté. Me lanzó una mirada y me apresuré a explicar—: ¿Representa un peligro para nosotros? ¿Tendrás que salir herido para poder derrotarlo?

—Ah —repuso con frialdad—, no seré yo el que lo derrote. Él puso en riesgo los negocios de Alfredo e hirió a Roberto. Ellos son los que lo quieren destruir. Yo solo soy un simpatizante y estoy del lado de Alfredo. —Ezequiel nunca le había hecho daño, pero él no lo iba a ayudar jamás. No si su oponente era Alfredo. Una vez más, me encontré en un dilema: quería que Ezequiel estuviera bien; después de todo, me había salvado la vida. Pero también me hubiera encantado que no fuera enemigo de mi esposo. Sin embargo, no dije nada y me limité a responder con un gruñido mientras, por dentro, tomaba la decisión de devolverle el favor de haberme salvado la vida. Santiago tomó mi silencio como un permiso para continuar, así que susurró—: Me gustaría celebrar una boda a fin de año. ¿Qué piensas?

«Ah. Una boda, ¿eh?», me dije y respondí sin entusiasmo:

—Como quieras.

—¿No te hace ilusión? —Frunció el ceño.

—Sí, pero sigo sin ver ninguna propuesta.

Santiago hizo silencio. Le resultaba muy difícil pensar en proponerme matrimonio, y yo lo sabía. Cerré los ojos y él me besó la frente.

—Me voy mañana —anunció. «Justo cuando se está terminando de recuperar», pensé.

—¿A dónde vas? —Abrí los ojos y él me acarició el pelo.

—A Europa.

—¿Por cuánto tiempo?

—Tres o cuatro días. Regresaré lo antes posible —me aseguró. Le rodeé el cuello con los brazos y froté mi mejilla contra la de él.

—Ten cuidado. Estaré preocupada por ti, ¿lo sabes? ¿Por qué no llevas a David contigo? Odio pensar que harás esto solo.

—Bien. Lo haré. —Me besó el cuello y me hizo cosquillas, así que lo aparté.

—Duerme un poco. Lo necesitas.

—No suenas contenta, cariño.

Por supuesto. Porque no lo estaba. Me preocupaba por él y por Ezequiel. Santiago era mi esposo, por lo que era normal que me importara, y Ezequiel, al fin y al cabo, había salvado mi vida. Estaba en un dilema, pero no lo admití.

—Es el período, que me genera cambios de humor. En este momento me siento algo frustrada. Lamento que te afecte. Cuando regreses de Europa ya estaré mejor.

—Que duermas bien, cariño.

—Buenas noches. —Amaba cuando me decía «cariño». Le besé la mejilla.

A la mañana siguiente, cuando desperté, ya se había ido, pero había una hoja de papel con una nota que decía a dónde iba a viajar y me recordaba que tomara mis medicamentos. Me gustaba que me cuidara todo el tiempo. Guardé la nota y me levanté a tomar los medicamentos contra el cáncer. Un rato más tarde, recibí un mensaje de texto. «Hija de Sonia, ¿estás ahí?», decía. Era un mensaje de mi abuelo. Después de algunos días, por fin respondía, a pesar de que yo pensaba que no lo haría. Respondí deprisa que sí, era yo, y me senté en la cama. Pronto, el hombre respondió: «No uso mucho el teléfono, por eso vi tu mensaje recién ahora. Tu nombre es Regina, ¿verdad? ¿Tu madre murió?». Un silencio profundo me invadió y me quedé así por un rato antes de volver a escribir. «Así es. Insuficiencia renal. Fue por mi culpa, ella me donó un riñón cuando yo era pequeña y…». No pude terminar la oración, ¡había tantas cosas que no podía decirle! Pero la respuesta del abuelo fue calma: «Me lo imaginaba. Si todavía estuviera entre nosotros, jamás te hubiera dicho que te contactaras conmigo». Mi madre nunca se había vuelto a poner en contacto con su padre, ni siquiera después de que pasaron décadas de su partida. El abuelo pareció tomarse con tranquilidad el hecho de su muerte, y sentí que él sabía que eso iba a suceder. «Mamá me dijo que te contactara», escribí. «Encontrémonos cuando tengamos tiempo, Regina», respondió. Le dije que lo visitaría cuando pudiera. Después de un buen rato, escribió: «La enfermedad de tu madre no fue tu culpa. Es algo hereditario. Tu madre tuvo algo similar cuando era pequeña, y tu abuela le donó un riñón. Ahora mi esposa está… Nos dejó antes de tiempo. Y tu madre… Bueno, ya viste lo joven que era. Creí que la maldición había terminado, pero ahora me entero de que Sonia tuvo una hija». Un minuto, ¿estaba diciendo que era hereditario? Mi abuela había muerto joven y mi madre había tenido el mismo destino. Entonces pensé: «¿Eso significa que yo voy a…? Dios mío. Ahora entiendo por qué mi madre dijo que yo le daba pena: ella lo sabía. Sabía que yo también iba a morir joven. Es una maldición, mi destino es terminar como Fernanda». Me invadió una oleada de desesperación, como si la vida misma se me estuviera yendo del cuerpo. «¿Esto viene del lado de la abuela?», escribí. Él tardó un buen rato en responder. «Sí, pero no les toca a todas las generaciones. Las hermanas de tu abuela están bien, pero ella no tuvo esa suerte. Y tú tampoco». El abuelo asumía aquello como un hecho, con calma. Era algo esperable. Nunca nos habíamos conocido, y no sentía ningún tipo de amor por mí. En ese momento, todo lo que quería era que mis hijos estuvieran libres de esa maldición, porque si ellos también enfermaban… la vida iba a dejar de tener sentido para mí.

Me quedé un largo rato en mi dormitorio antes de bajar. Fernanda todavía andaba por ahí, con su aspecto blanco como una hoja de papel, y sentí pena por ella. Me senté a su lado.

—¿Cómo lo estás llevando?

—A veces bien, a veces mal. Ya no hago quimio, es una pérdida de tiempo. Ni siquiera es efectiva. Me gustaría quedarme con Samanta, por lo que puede que deba vivir en tu casa.

—Quédate todo el tiempo que quieras.

Fernanda se quedó mirándome y, luego, con un tono preocupado, me preguntó:

—Tú no te ves muy bien tampoco. ¿Pasó algo?

—Fernanda, mi madre murió por una insuficiencia renal, y tú estás en el mismo bote. Acabo de enterarme de que la enfermedad de mi madre es hereditaria, así que yo… Puedo entender cómo te sientes.

—Dios mío. —Estaba conmocionada.

—Una triste realidad.

La desesperación se apoderó de mí. Sentí que los medicamentos contra el cáncer ya no podían hacer ningún efecto. Mientras nadaba en mi tristeza, recibí una llamada de Gabriel.

—Señorita Esquivel, Antonio me dijo que usted quería mantener vigilado a Ezequiel. Estuve indagando y acabo de ver que salió de Bristonia y se dirige a Europa.

«Un segundo. Santiago viajó a Europa, ¿y ahora Ezequiel va al mismo lugar? ¿Y Silvio Lebrón? ¿Será que van a atacar a Ezequiel ahora?», me pregunté.