—No lo sé. Ella me dejó —respondió Dante, indignado, con un suspiro. No supe bien por qué lo había dicho con ese tono, pero en lugar de preguntar, murmuré un simple «Ah». Luego lo tranquilicé:
—Seguiré el caso de cerca.
Después de terminar de hablar con Dante, jugué un poco con Samanta hasta que recordé, de repente, que Cristóbal aún estaba en Eldamia lidiando con su suegra. Enseguida le envié un mensaje de texto: «¿Novedades?». La respuesta llegó muy rápido. «Tuve que regresar a Bristonia por el incidente con Nicolás y las cosas se retrasaron dos días. Acabo de llegar a Eldamia de nuevo. Planeo reunirme con ellos por la tarde. Pedí que investigaran a Emilia; me darán la información esta noche». Resultó que Cris no había hecho ningún avance en los últimos días. «¿Y Emilia?», escribí. «Está en Bristonia. Iré para allá esta noche sin falta, tras reunirme con sus padres. Todavía tiene demasiada vergüenza como para verme», respondió. Le dije que era normal, ya que ella era aún muy joven e inocente. «Sip. Cerraré el trato esta noche», fue su respuesta, lo cual me hizo reír y pensé: «¿Qué? ¿De qué trato está hablando?». No pude evitar otra risa al darme cuenta del pudor que me daba pensar en esas tonterías. Sacudí la cabeza y regresé al dormitorio del primer piso.
Santiago seguía en la cama, ya que se le dificultaba levantarse y caminar con las graves heridas que tenía. Estaba acostado leyendo un libro en silencio, con la cabeza inclinada hacia abajo y la barbilla apenas retraída. Eso, sumado a los rayos de sol que lo iluminaban, le daba un aspecto cálido y acogedor. Era un hombre distante al que rara vez se podía ver con los labios curvados hacia arriba, pero, cuando eso sucedía, exhibía la sonrisa más tentadora del mundo. No me cansaba nunca de observarlo. Me acerqué arrastrando los pies y volví a besarlo en la mejilla, a lo que respondió mirándome de reojo y bromeando:
—La señora Genova está extrañamente pegajosa estos días.
—No es que ande por ahí pegándome a otras personas. Solo me pego a ti.
—Pequeña bandida. —Entrecerró los ojos y sonrió al oír que lo contradecía con tanta confianza—. ¿Por qué no estás abajo con tus invitadas?
—Porque quiero estar pegada a ti —protesté.
—Hum… —Musitó Santiago en voz baja. Recostada a su lado, entorné los ojos y comencé a leer con él. Tras leer un poco, de pronto comentó—: Reina, tienes unos ojos hermosos. Son tan transparentes que te creería si me dices que puedes ver el corazón de las personas con ellos.
—¡Caray! Ojalá tuviera ese superpoder.
—Al menos así es como se sienten las personas al mirarte —repuso. Lo miré a los ojos.
—¿Y tú?
Él siempre veía a través de mí con su mirada profunda. Ignoró la pregunta y seguimos leyendo. Al final, me sumí en una especie de duermevela hasta que, de repente, me despertó el sonido del teléfono de Santiago. Al abrir los ojos, vi que era una llamada de Tanya.
—¿Hola? —dijo tras aceptar la llamada y ponerse el teléfono en la oreja. Como estaba junto a él, pude oír cada palabra de Tanya.
—¿Puedes liberar a mi abuelo, Santiago, por favor? —pidió. Ante el silencio de su interlocutor, continuó rebajándose—. Prometo que lo mantendré vigilado durante las veinticuatro horas del día. Si vuelve a provocarte, ¡prometo entregarte todos los negocios de la familia Hayes!
—No me interesan los negocios de tu familia —repuso él sin expresión.
—¡Santiago! En aquella ocasión quisiste hacer una apuesta conmigo. Me dijiste que dejara de fastidiarte, me diera por vencida contigo y no molestara a Regina. Yo te lo prometí, ¿no es cierto? ¡Y luego perdí la apuesta y te dejé en paz! ¿No puedes hacerme un favor? Déjalo ir y la familia Hayes estará a tu disposición en el futuro. Seremos la última de tus preocupaciones. —A pesar de la importancia de la propuesta, la expresión de Santiago no se relajó en lo más mínimo. ¡Parecía estar decidido a darle una lección a Jeremías!
Recién al oírla mencionar el tema de la apuesta recordé el mensaje de texto que había leído en el teléfono de Santiago anteriormente. Me había olvidado de preguntarle de qué se trataba, pero jamás imaginé que ella misma iba a traerlo a colación.
—Tanya, puedo liberar al viejo, pero eso no va a suceder en el corto plazo. Lo único que puedo hacer es prometerte que lo mantendré con vida.
—Santiago, mi abuelo es un hombre de edad avanzada. ¿De verdad lo vas a atormentar así? No podrá soportarlo. Por favor, te lo suplico. ¡Déjalo ir!
—Me ha tendido trampas en diversas ocasiones y me ha puesto en peligro —repuso Santiago con frialdad y frunciendo el ceño—. Se la dejé pasar las primeras veces, pero ¡no puedo dejar que se salga con la suya de nuevo! Sé lo que tengo que hacer.
Frustrada por no poder hacer que él cambiara de opinión, Tanya dejó escapar un suspiro y le pidió:
—Solo recuerda ser amable. Es mi abuelo y uno de los ancianos de la familia Hayes. Si algo le sucede, no me quedaré de brazos cruzados.
Me desconcertó oírla amenazar a Santiago en un momento como ese. Era, probablemente, la única persona sobre la Tierra que se atrevería a hacerlo. Santiago no dijo que sí ni que no, sino que cortó la llamada de manera abrupta.
—¿De qué se trataba esa apuesta? —pregunté después de que él colgara.
—Fue una simple apuesta. Lanzamos los dados. Si ella ganaba, debía casarme con ella. Si perdía, debía dejar de molestarme —explicó. Me quedé sorprendida, ya que no esperaba que tuvieran una historia juntos.
—¿No te preocupaba perder?
—Había un cincuenta por ciento de probabilidades de que perdiera o ganara. Yo aposté por la paz; ella, por mí. Y perdió.
—¿Y qué si perdías tú? —indagué con algo de tristeza por lo que me había dicho. Su respuesta fue firme:
—Eso no iba a pasar.
—¿Qué seguridad tenías?
—Si yo perdía, me iba a retractar. Pero Tanya es una mujer de palabra y yo sabía que admitiría la derrota. Me alegra no haber perdido y no haber tenido que romper mi promesa.
—Pero yo sé que tú también eres un hombre de palabra… —empecé a decir, pero él me interrumpió con una risotada.
—Me crie en la parte más sombría de la sociedad. Hubiera sido imposible cumplir mi palabra todo el tiempo mientras me abría paso hasta el lugar en el que estoy hoy. —Me estaba mostrando un costado de su persona que yo no conocía.
—Pero siempre fuiste fiel a tu palabra conmigo —refuté.
—Bueno, depende de la persona a la que le haga la promesa. Al fin y al cabo… —Se detuvo en la mitad de la frase y lo urgí a continuar:
—Al fin y al cabo, ¿qué?
—Al fin y al cabo, eres mi esposa.