Te regalo toda una vida de amor Capítulo 399

—Necesito que hablemos.

«Tal vez quiere que vaya a la residencia Hayes», supuse.

—¿Para qué exactamente? —cuestionó Santiago después de un silencio breve.

—Nada importante. Solo que hace un tiempo que no nos vemos. Si no estás disponible ahora, ¿qué te parece mañana temprano si…

—Señor Hayes —Santiago lo interrumpió con delicadeza pese a la actitud conciliadora del anciano—. No estaré libre en los próximos días. Mi señora y los niños acaban de llegar. Quiero pasar tiempo con ellos.

Nunca pensé que Santiago me usaría como excusa para evitarlo. «¿No estará queriendo herirlo deliberadamente?, ¿no?», me pregunté, dado que Jeremías me había despreciado por tanto tiempo. Por unos segundos, no se escuchó nada del otro lado del tubo hasta que por fin decidió colgar; la reacción de Santiago, frente a esto, fue nula, y subimos abrazados al piso superior con el fin de verle las caras a los pequeños dormilones.

—¿Todavía está asustada? —quiso saber, sentado al borde de la cama mientras pellizcaba la mejilla regordeta de Rita.

Supe de inmediato que se había enterado del intento de secuestro. Se lo había ocultado adrede porque no quería perturbarlo y, menos aún, quería que se enterase de que Nicolás fue quien la rescató. Mi mamá tenía razón. Santiago era un hombre como cualquier otro a pesar de su grandeza. Había cosas que no podía soportar y no importaba cuán comprensivo fuera conmigo, una de ellas eran los celos, así que hice todo lo posible para que mi explicación sonara muy tediosa.

—A Rita no la hirieron, pero a Nicolás, sí. Deberíamos darle las gracias.

Santiago frunció el ceño, reflexivo.

—Sí, concuerdo. Salvó a mi hija y ahora le debo un favor enorme. Voy a agradecerle en cuanto tenga la chance —resolvió.

Me senté en la cama y lo rodeé con un brazo.

—Ya recuperó la cordura. Creo que deberíamos enviarle a María Huerta en breve. Se lo merece por ser la mujer que le causó tanto dolor.

—¿Sientes pena por él? —me consultó imperturbable.

Era una pregunta pertinente y, sin embargo, me percaté de que lo que dije le molestó, por eso, me precipité a besarle el rostro y contestarle con total sinceridad.

—La verdad es que no, pero tampoco sé qué hacer con María. La tenemos retenida aquí en Finlandia, ¿por qué no dejamos que Nicolás lo resuelva por su cuenta?

Santiago no me contestaba. Se limitó a soltar las mejillas de nuestra hija y pasó a colocar su mano sobre mi cabeza para despeinarme. Yo, por mi parte, me quedé meditando por unos segundos.

—Sé muy bien lo que estás pensando, pero no hay nada de lo que tengas que preocuparte. Ahora estamos casados, soy la señora Genova. Estoy al tanto de que tengo que ser recatada. Santi, nuestro amor es todo para mí.

—Si ese es el caso, tengo una pregunta para hacerte.

Sentí que el corazón me daba un vuelco cuando escuché su tono de voz.

—¿Cuál es? —Fruncí los labios y lo invité a responder.

—¿Por qué tienes una marca en el cuello?

Paralizada, me acaricié el cuello y sentí que mi mundo se caía a pedazos. No se me ocurrió que Nicolás fuera capaz de algo así. «¿Qué explicación podía darle a mi marido?».

Maya era fantástica en casi todo salvo en la cocina y siempre estuvo al tanto de eso. Sin embargo, aquel día sus pensamientos la traicionaron y le pareció una buena idea preparar la cena para Silvio. Más que nada porque la noche anterior había logrado evitarlo antes de que pasara algo.

—¿Puede ser mañana? —manifestó con carita culposa en cuanto leyó en el gesto de su esposo un disgusto mal disimulado. «¿Qué diferencia hay entre hoy y mañana?», se preguntó. Aunque se convenció a sí misma de que no era gran cosa, también se maldijo por haberlo evitado. Pero Silvio la respetó y quitó la mano que había escabullido por debajo de su remera.

—No te olvides de tu promesa —le advirtió sin rodeos.

Aquella noche, ninguno de los dos hizo nada pese a que durmieron juntos, pero al día siguiente, mientras se despedían, Silvio le anunció que volvería más temprano. La connotación era muy obvia. Maya no iba a mentirse y decir que no la impacientaba. Y por ello, estuvo hecha un nudo de nervios por el resto del día. «Por todos los cielos, ¿podré mirarlo a los ojos?». No se atrevía siquiera a imaginarse pervirtiendo la inocencia de su marido. «Deshonroso», la palabra flotaba en su mente. No existía otra persona en la faz de la tierra tan pura y maravillosa como Silvio. Se merecía una mujer perfecta como esposa, no a ella. Si tenían sexo, pasaría ser el tercer hombre con el que había intimado y eso la hacía sentirse muy miserable. Era indigna a todo momento; no creía que su comportamiento ameritara ninguno de esos lujos, incluido el placer de tener el cuerpo de su marido. Aunque era guapo y seductor, ella no esperaba poseerlo. No se animaba a fantasear con que el hecho se concretase porque eso solo haría desaparecer la poca vergüenza que le quedaba.

Después de la cena, Silvio se acomodó en la sala de estar para leer el diario mientras que ella subió al cuarto para tomar una ducha. Con la mente puesta en lo que pasaría más tarde, se cambió a un negligé transparente de tela muy delgada. Como no era su primera vez, quería aunque sea verse presentable y, por eso, esparció algo de perfume por su cuerpo antes de salir del baño. En cuanto lo hizo, se encontró a su marido sentado en la punta de la cama, mirándola con ojos encendidos de pasión.

—¿Qué tal una ducha? —le propuso tras pensarlo un poco.

Silvio asintió y luego avanzó hacia el baño, donde se demoró muy poco. Cuando volvió al cuarto, estaba envuelto en un batón suelto y holgado de color blanco. Era tan liviano que daba la sensación de que se suspendía en el aire y tan largo que cubría el suelo, lo que lo hacía lucir incluso más elegante y atractivo.

—¿Toda tu ropa de dormir es así? —le preguntó curiosa.

Silvió murmuró que sí.

—Mi madre confecciona todas mis prendas —explicó en un tono suave.

—Suena maravillosa —la alabó ella.

—Aprendió a bordar de niña y siempre está con ganas de hacer cosas, por eso, también se encarga del vestuario de mi hermana y de mi sobrino. Lo que llevo puesto es una prenda de época hecha con seda de la mejor calidad y crepe Georgette. Es muy cómodo. También tengo algunas prendas de mujer en Islandia. Te traeré algunas la próxima vez que viaje. —Silvio detalló con una paciencia extraña en él. Al parecer quería persuadir a la mujer que haría suya—. Tu negligé es muy bonito —la elogió tras una pausa.

Era súper transparente, del tipo que dejaba traslucir la figura, y podía adivinar el cuerpo de la muchacha vagamente. Ella se sonrojó de inmediato y, un instante después, escuchó su voz grave.

—Y también tu cuerpo —. Silvio se deshacía en halagos de una forma muy masculina.

Sumamente avergonzada, se enterró deprisa bajo las sábanas, lo que hizo que Silvio se regocijara. Maya se quedó muda, pues la timidez la consumía. Viéndola así, Silvio se colocó en la punta de la cama. Todavía se compartaba como un caballero; apenas levantó el edredón para ir a sentarse junto a ella. Ella sabía a la perfección que él estaba esperando una señal, la clase de gesto que una mujer le daba a un hombre para demostrarle su aprobación. Entonces, ella estiró uno de sus brazos por fuera de las sábanas para alcanzar, con disimulo, la mano enorme de él, que estaba congelada. Y al parecer él sintió el roce porque apretó con su pulgar el dorso de la mano de ella mientras se volteaba para mirarla. Tenía un par de ojos tan profundos como hermosos que le recordaban a una galaxia vasta, que la succionaba dentro, tal como lo haría un remolino. Se acercó despacio y lo besó en la comisura de los labios mientras sentía su respiración acariciarle las mejillas.

—Por favor, querido mío, quiero que seas suave, ¿puede ser? —le susurró mientras sostenía su mano.

Silvio no pudo contenerse tras escucharla y, poco a poco, se deslizó hasta quedar encima de ella.

—Sí, seré sumamente delicado, mi amada Maya —le aseguró con ternura.

Fue allí que el teléfono de ella comenzó a sonar. Al principio, no se disponía a atender e intentó colgar varias veces sin siquiera mirar la pantalla, pero terminó aceptando la llamada por error. Quién iba a suponer que la voz de Raúl se escucharía en altavoz.

—Maya.

—¿Eres tú? —ella fijó sus ojos en el rostro de su marido, horrorizada.

—No estás en Italia —le recordó con frialdad y, en respuesta, recibió un gemido de placer de la muchacha, lo que lo dejó estupefacto por un momento.

—¡¿Qué estás haciendo, Maya?! —se atrevió a preguntarle al intuir lo que pasaba.

—¿Para qué me llamas? —Maya cambió de tema.

«¡Juro por mi vida que te mataré!», rugió él para sus adentros. Raúl había perdido los estribos. No podía creer que ella de verdad… Se le había ocurrido la posibilidad de que esos dos durmieran juntos y se había convencido a sí mismo de que debía restarle importancia. Pero quién iba a pensar que lo harían con él presente. La lividez en el semblante de Raúl no podía esconderse.

—¡Ya verás la que te espera! ¡Tú te lo buscaste!