Te regalo toda una vida de amor Capítulo 357

Aquel era un verdadero dilema. Santiago no me había dicho nada todavía, pero yo entendía el motivo: estaba entre la espada y la pared. Por un lado, debía proteger a su madre, pero, por otro, debía protegerme a mí también. El hecho de que fuera entendible no lo hacía menos doloroso.

Bajé las escaleras deprisa y me desplomé sobre el sofá, aún pensando en cómo manejar lo que tenía entre manos. Elisa había matado a mi madre, de eso no cabían dudas, ni siquiera era necesario investigar. Sabía que mi corazonada era acertada, pero eso empeoraba la sensación de frustración, ya que no había manera de que yo matara a la madre de Santiago. Sin embargo, si no podía vengarla, tampoco podía enfrentarme a mi madre.

Por más vueltas que le diera, no encontraba la manera de resolver el asunto sin generar aún más problemas. Estaba segura de que Santiago sentía exactamente lo mismo. «No puedo permitir que Roberto se entere. Es demasiado impredecible. Podría hacer cualquier cosa y descargar su furia contra Santiago», pensé. Entonces, lo llamé.

—¿Qué sucede? —contestó él con sorpresa.

—¿Dónde está el mayordomo? Me dejé algo en el castillo. Ponlo al teléfono, necesito su ayuda.

Roberto le pasó el teléfono al mayordomo, que me habló en weliano:

—Hola, señorita Esquivel.

—Vaya a mi dormitorio —le pedí.

—Claro. —Dos minutos más tarde, dijo—: Ya estoy en su recámara, señora, ¿qué se le ofrece…?

—¿Roberto está cerca? —interrumpí.

—No. El señor Fontana no está conmigo.

—Bien. No le diga a nadie que mi madre se reunió con alguien el día de su muerte, ni siquiera a él, ¿me oye? —ordené. Las cosas podían ponerse muy feas si él se enteraba de la verdad, y eso era poco decir. No podía permitir que ocurriera un derramamiento de sangre entre él y Santiago. En ese caso yo iba a elegir a Santiago, pero no iba a mostrar ningún tipo de compasión por su madre. El mayordomo vaciló un momento y luego repuso:

—Sí, señorita Esquivel.

—Eso es todo por ahora. Dígale a Roberto que fue un error y que, al final, no me había olvidado nada allí.

—Sí, señora.

Colgué y dejé escapar un suspiro. Me quedé en el sofá hasta que Santiago despertó y bajó del primer piso. Se acercó y me abrazó.

—¿Tienes hambre?

No podía culparlo por lo que hacía, pero estaba el hecho de que me lo estuviera ocultando. Yo debía saberlo. Me enderecé.

—Tu madre te escribió para decirte que quiere verte. ¿Por qué no le contestaste? —pregunté. Él debía saber que había revisado su teléfono. Me acomodó el cabello y, con un tono dulce pero decidido, respondió:

—Porque no quiero. No necesito volver a verla nunca más.

—Santiago —repliqué con suavidad. No tardó en entender lo que pasaba, y me acarició la mejilla con nerviosismo.

—¿Sí?

—Ella mató a mi madre, ¿no es así?

—Sí —admitió con honestidad. No supe qué decir; el solo hecho de hablar me iba a destrozar en pedazos, por lo que lloré en silencio. Él me miró un instante y suspiró—. ¿Me odias por esto, Mayra? —indagó. Yo negué con la cabeza.

—Nada de esto es tu culpa.

Era una mujer adulta y podía distinguir el bien del mal. Sin embargo, la realidad era que su madre había asesinado a la mía. ¿Cómo iba a decirles a mis hijos que su abuela materna había muerto a manos de su abuela paterna? Era inaceptable. Sentí como si un ancla me arrastrara hacia abajo, ahogándome. Santiago me abrazó con fuerza y murmuró con voz ronca:

—Lo siento. No puedo ayudarte. No en esto.

Yo lo sabía. Se trataba de su propia madre. Era imposible pedirle que matara a su madre para vengar a la mía. No había palabras que pudieran describir la angustia que sentía, pero, como no quería que él se preocupara o sintiera más culpa de la que ya sentía, le dije:

—Está bien. Tú no eres tu madre, eres tú. Eso lo sé.

—Gracias por comprender, Mayra.

La alternativa era cortar lazos con él, y yo no quería hacerlo. Ni yo ni mis hijos podíamos dejar de tener relación con él. Además, él no había hecho nada malo, la única culpable era su madre. Me enjugó las lágrimas, pero seguí sollozando.

—Odio a tu madre, Santi.

Estaba colapsando. Él me entendía y sabía el peso de la tristeza que me embargaba, y también agradecía mi comprensión del dilema en el que se encontraba. No podía hacerle nada a su madre. Justo cuando yo estaba al borde de la desesperación, repuso:

—Este es el crimen de mi madre y no voy a negarlo. No puedo hacer nada contra ella, pero sí quiero hacer algo por ti. Ya no tendré relación alguna con ella. La mantendré a salvo, pero eso es lo único que haré de ahora en adelante. —No logré entender a qué se refería con esas últimas palabras, pero continuó—: Ya no es mi madre y no puede interponerse en nuestro plan de contraer matrimonio. Ya es tarde para disculpas, ya no la considero una madre y no dejaré que te siga atormentando. El odio que sientes es algo bueno; al menos ya no tienes que ser transigente. No por mí. —No supe qué responder a eso. Él también se quedó en silencio un momento mientras me acariciaba la cabeza. Después de unos minutos, agregó—: Mayra, he pasado por muchas cosas en esta vida, y ahora sé realmente lo que quiero. Ya no soy la marioneta de nadie. De ahora en más, soy tuyo. Sé que sientes un gran desprecio por mi madre y que te contenías por mí. Prometo no detenerte si decides quitarle la vida alguna vez.

Estaba haciendo una promesa: que yo, y solo yo, podía intentar vengarme de su madre. Cualquier otra persona que lo intentara iba a tener que enfrentarse con él. Sin embargo, yo no era capaz de matar a su madre; no importaba qué hubiera hecho, yo no podría hacer algo así. Era la madre de Santiago y la abuela de mis hijos. Por lo tanto, esa promesa no significaba nada. No tenía idea de qué debía hacer. Mi única preocupación era que Roberto se enterara. Si él seguía ignorándolo, existía una posibilidad de que todo se resolviera de una forma pacífica. No tenía deseos de ver pelear a mi hermano adoptivo y a mi esposo. Roberto era un hombre temerario, pero mi madre me había pedido que lo protegiera, por lo que, incluso si cometía el crimen más atroz, estaba obligada a usar todo el poder de la familia real de Francia para salvarlo. Ese había sido su deseo antes de morir y yo planeaba obedecer hasta las últimas consecuencias. El matrimonio con Santiago podía ser algo imposible en ese momento, pero ese era un problema menor comparado con lo que podía llegar a hacer Roberto y con lo que yo iba a tener que hacer si él mataba a Elisa. No había escapatoria de aquella disyuntiva. Mi plan era evitar que Roberto supiera la verdad, pero luego había surgido otro problema. Si yo no podía vengarme de la asesina por mi cuenta, ¿cómo iba a responder ante mi madre?

—No puedo matarla, pero puedo convertir su vida en un infierno, ¿verdad? —dije, mirando a Santiago fijamente.

«¿Roberto está cerca?». Al escuchar eso, Roberto frunció el ceño: era una pregunta extraña. Le hizo un gesto al mayordomo para que dijera que no. El hombre vaciló un momento antes de responder:

—El señor Fontana no está conmigo. —Después de colgar, le entregó el teléfono a Roberto, que, clavándole una mirada oscura, le preguntó:

—¿Con quién se encontró mi madre?