Te regalo toda una vida de amor Capítulo 356

Roberto se había ido y alguien debía ocuparse del funeral de mi madre, por lo que Santiago se fue tras hacerme compañía durante unos minutos. Me quedé de pie en la entrada sin poder dejar de pensar en mi hermano adoptivo y en lo triste que estaba cuando se fue. Dado que no me gustaba la idea de que anduviera deambulando solo por ahí, me lancé a buscarlo calle abajo, pero no estaba por ningún lado. Preocupada, recorrí todos los lugares que pude hasta que, por fin, di con él en una calle cercana. Estaba desplomado sobre un banco y el suelo a su alrededor estaba cubierto de restos del paraguas. La melancolía saturaba el aire y las gotas frías de lluvia caían sobre él sin piedad. Esa versión de Roberto era la encarnación misma de la tristeza. Al menos así lo sentí yo. Su cabeza colgaba hacia abajo y ya ni siquiera intentaba cubrirse de la lluvia, por lo que me acerqué y compartí mi paraguas con él a pesar de que mi hombro quedó al descubierto. Al percatarse de que ya no se estaba mojando, él levantó la mirada. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero estaba tranquilo.

—¿Qué te trae por aquí, Regina? —preguntó. Mi corazón se partió en dos, pero sabía que él no necesitaba mi compasión, así como Elián la había rechazado un rato antes.

—No quería dejarte solo en la lluvia —repuse tras un momento de silencio. Él dejó escapar un suspiro, pero no dijo nada. Me senté a su lado—. Pedro y Rita cumplirán un año en menos de tres meses. Están creciendo rápido. ¿Pedro ya aprendió a decir «abuela»? —Quería distraerlo y sabía que los niños eran la mejor forma de hacerlo, ya que podían llenar su corazón de ese cariño que tanto necesitaba.

—Sí. Mamá le enseñó a decirlo y él aprendió con rapidez. No le llevó mucho tiempo empezar a llamarla así y ella se sintió en la luna cuando lo escuchó. Nunca la había visto tan feliz. Hizo que su cuadro mejorara y por eso yo sugerí que se quedara un tiempo con nosotros, pero ella pensó que tú podías extrañarlo y me pidió que te lo llevara de vuelta a Bristonia. Esa fue la última vez que la vi. —Se le quebró la voz. Me quedé en silencio un largo rato y, en un momento, pasé un brazo por detrás de sus hombros y él apoyó su cabeza contra la mía. Me estaba abrazando, pero no lo rechacé—. Eres todo lo que tengo, Regina —repitió.

—Sí. No te dejaremos. Yo no lo haré y tampoco los niños. —Era un día lluvioso, pero esperaba que ese abrazo pudiera darle contención a su alma apenada, aunque solo fuera por un segundo. Era lo mejor que podía hacer.

Regresamos al castillo una hora más tarde con la ropa empapada. Fui a mi dormitorio y me puse otro vestido de luto, pero no salí enseguida; no fue hasta el anochecer, después de que los invitados se retiraron, que emergí y bajé las escaleras en silencio. Roberto estaba de rodillas frente al féretro y Santiago estaba cerca de él. Se notaba que estaba exhausto, pero no se quejaba.

Me paré frente al féretro de mi madre, que se veía pálida como un fantasma. Al día siguiente la iban a llevar al crematorio y yo no estaba lista para decirle adiós, pero eso no dependía de mí. El arrepentimiento me carcomía el alma: si hubiera sabido que iba a pasar eso, hubiera pasado más tiempo con ella. Me quedé mucho tiempo de pie allí hasta que, al llegar la mañana, Santiago me arrastró con él y acompañamos a Roberto al crematorio.

En el funeral había pocas personas. Roberto me dijo que solo habían sido invitados los miembros de la familia real y amigos de toda la vida, y no me los presentó. Era obvio que no quería que estuviera en contacto con esas personas. Una vez terminado el funeral, tomamos el avión de regreso a Bristonia, donde aterrizamos al amanecer. Yo no estaba cansada, ya que había dormido ocho horas durante el vuelo, pero Santiago estaba agotado y se acostó a dormir al llegar a casa.

Al poco tiempo de haber llegado, recibí un mensaje de Maya: «Los extrañaba cuando llegué, hace dos días, pero cuando estaba por llamar, Alfredo me contó lo de tu madre. Mis condolencias», decía. Le respondí que me disculpara por haberme olvidado de contarle, pero me dijo que no había problema y que ella también acababa de aterrizar en Bristonia. «¿Ya regresó? Qué rápido», pensé, y entonces recordé el mensaje de Raúl. Preocupada, le pregunté si Silvio Lebrón estaba con ella. Me dijo que él había regresado a Islandia y que ella tenía asuntos que resolver. Me pregunté si realmente podría resolver ese asunto por su cuenta, pero no le dije nada, ya que tenía la sensación de que ella no quería que me metiera. «Ya veo. Ten cuidado», le escribí. «Lo tengo. Los hombres de Alfredo me mantienen a salvo», respondió. Guardé mi teléfono y regresé al dormitorio. Santiago dormía profundamente y tenía una expresión apenada en el rostro. Me acerqué y me senté junto a él. Le tomé la mano que tenía bajo la almohada, la coloqué en una posición diferente y me acurruqué a su lado. Estaba por abrazarlo cuando la pantalla de su teléfono se encendió. La curiosidad me llevó a tomarlo mientras pensaba: «Solo esta vez. Espera. ¿Un mensaje de su madre?». Había cinco mensajes con el mismo texto: «Quiero verte, Santiago», pero él no había respondido ni una vez. Cerré la aplicación y vino a mi mente la llamada que él había recibido en el aeropuerto al llegar a Francia. Una vez más, las llamas de la curiosidad se encendieron dentro de mí y quise saber quién lo había llamado. Había sido raro que se marchara después de hablar con esa persona y mucho más extraño que yo no supiera a dónde había ido o lo que había hecho en ese tiempo. Husmear en asuntos privados era algo poco noble, pero la curiosidad fue más fuerte que el recato. Abrí el registro de llamadas y deslicé el dedo por la pantalla hasta encontrar lo que buscaba. La llamada era de Elisa. Era la única que lo había llamado en ese horario. No era algo inusual que ella lo llamara, pero sí que él saliera corriendo después de la manera en que lo había hecho. «¿Con quién se reunió? ¿Con Elisa? ¿Ella estaba en Francia en ese momento?», me pregunté. Entonces recordé algo que había dicho el mayordomo: había asegurado que mi madre había ido a ver a una vieja amiga y que había muerto media hora después de regresar, lo cual era extraño dado lo estable que se encontraba su enfermedad. «Espera. ¿Mamá se encontró con Elisa? Pero es imposible. Nadie me dijo que fueran amigas. Aunque… es cierto que mamá me entregó a ella y ella a los Esquivel», pensé. Pero ese no era el punto, el punto era que mamá confiaba en ella, de lo contrario, no me hubiese dejado en sus manos en aquel momento. Entonces una nueva suposición se abrió paso en mi cabeza y clavé la mirada en Santiago, que seguía durmiendo, preguntándome si él sabría algo del tema. Mientras un millón de pensamientos se agolpaban en mi cerebro, me levanté. Llegué a la conclusión de que Elisa debía haberse encontrado con mi madre, pero no tenía idea de para qué y tampoco ningún indicio de lo que podía haber sucedido en ese encuentro. Dejé el teléfono de Santiago junto a la almohada y salí del dormitorio con una sensación de miedo y de depresión que se comenzó a apoderar de mí deprisa. «Si Elisa fue la asesina, la pregunta es si Santiago lo sabe. ¿Me está ocultando ese secreto?», pensé, pero siquiera considerarlo era una idea aterradora. Caminé de una punta a la otra del pasillo, ahogada por la incredulidad, pero con una fuerte corazonada de que el motivo era económico. «Si Elisa es la asesina, ¿qué va a pasar con nosotros? También está Roberto, a él le importaba mucho nuestra madre. Si descubre que la madre de Santiago la mató, irá tras ella sin importarle nada, y Santiago querrá protegerla. Maldición», me dije. Las cosas acababan de complicarse aún más de lo que yo había imaginado.