«Tiene madre», pensé, y pregunté con paciencia:
—¿Y dónde está ella?
—Es una rompehogares —respondió sin alterarse—. Y como la esposa del hombre comenzó a perseguirla, tuvo que escapar. Me llevó con ella, pero ni bien llegamos a Francia, me abandonó, ya que un francés adinerado le propuso casamiento con la única condición de que se deshiciera de mí. Creí que iba a rechazarlo, pero, al final, estuvo de acuerdo. —«Al final, estuvo de acuerdo». Lo preocupante no era la respuesta en sí, sino el tono del niño. Hablaba del tema con una actitud realista, mucho más que la que lograban alcanzar muchos adultos tras sufrir cosas similares. Para él, era un hecho, algo que no podía cambiar. Estaba a punto de decir algo para consolarlo, pero me interrumpió—: Es mi madre y me dio la vida. No la culpo por lo que hizo, pero tampoco tengo sentimientos hacia ella.
Yo era una madre y mis hijos significaban todo para mí, pero el mundo estaba repleto de malicia en cada rincón que miraba. Sin embargo, como desconocía los motivos que podían haber llevado a la mujer a decidir eso, no hice comentarios.
—¿Cuántos años tienes? —pregunté tras unos minutos de silencio.
—Cumpliré doce a finales de este año —dijo. «No pareces tener más de ocho o nueve. Dios, la desnutrición es una verdadera desgracia», me dije.
—¿Vendrás conmigo, entonces? —ofrecí una vez más con amabilidad.
No tenía nada más que amor para darle. Era tan joven y tan valiente que me recordó a Santiago: él también había sido exiliado por su propia familia. Pero el destino había sido mucho más cruel con ese niño, ya que lo habían abandonado de la misma forma que le había sucedido antes a Roberto.
—No. No necesito que tengan compasión de mí. —Prefería vivir una vida de vagabundo que aceptar una limosna. Estaba claro que el pequeño tenía su propia ideología, así que dejé de insistir.
—Si llegas a necesitar ayuda, no dudes en pedirla.
Me alejé del muro y las gotas de lluvia me humedecieron la cabeza. Tras caminar unos cuantos pasos, miré hacia atrás y me encontré con sus ojos. Eran hermosos: diáfanos, distantes y calmos. No eran como los de todo el mundo. El niño había pasado por situaciones que alguien de su edad no debería experimentar. Antes de que yo desapareciera, me dijo:
—Regina, creo que no te dije mi nombre.
—No.
—Elián. Elián Destierro. —Hizo una pausa y explicó—: Eternamente desterrado.
Supuse que Quizá así sería: «Eternamente desterrado, porque este es el adiós». Su madre había planeado abandonarlo desde su nacimiento y el significado de aquel apellido no era una coincidencia.
Cuando regresé a mi dormitorio, me sorprendió ver que Roberto había llegado y estaba allí esperándome.
—¿Qué sucede?
—¿Dónde estabas? —preguntó él con tono amable.
—En el jardín. No pensé que iba a llover —mentí, y él montó en cólera.
—¿Dónde está la criada? ¿No fue contigo? —Su estallido de ira me resultó siniestro. Me apresuré a explicarle:
—Le dije que no me acompañara. Por favor, cálmate, estás portándote mal de nuevo.
Mi temor pareció calmarlo muchísimo. No era que le tuviera miedo, pero a veces era necesario hacer una escena. Una vez que se encontraba la manera, Roberto era una persona fácil de manejar; lo único que debía hacer era seguirle la corriente. Me tomó de la mano.
—Lo siento, Regina. Ya no me dejaré llevar por la furia, te lo prometo. Pero ¿puedes venir conmigo? Quisiera que conozcas a algunas personas. —«A unas personas, ¿eh?», pensé, y pregunté con curiosidad:
—¿A quiénes veremos?
Él se limitó a sonreír como un chico entusiasmado. Casi parecía que el dolor que había sentido al ver a mamá muerta había desaparecido y un nuevo aliento de vida se abría paso en él. Esperó afuera mientras yo me cambiaba y, cuando estuve lista, me tomó de la muñeca y me llevó, ansioso, escaleras abajo. Allí vi a Santiago cuidando el féretro de mi madre. Me saludó con una inclinación de cabeza. Yo señalé a Roberto y le expliqué con gestos que él quería presentarme a algunas personas y que, si bien no sabía quiénes eran, iba a averiguarlo. No estaba segura de si Santiago había entendido, pero tampoco tuve tiempo para confirmarlo, porque Roberto ya me había arrastrado hasta la puerta del castillo. Sin embargo, allí no había nadie.
—¿Dónde están? —le preguntó al mayordomo.
—Se fueron hace dos minutos.
Roberto, nervioso, tomó deprisa el paraguas del mayordomo y se largó a la carrera a través del jardín conmigo a la rastra. Cuando dejamos de correr, yo ya estaba con la lengua afuera. Entonces, en la reja de entrada de la propiedad, vi a una pareja con un niño que estaban subiendo a un auto.
—¡Mamá! —La familia lo oyó y la mujer se dio vuelta con el ceño fruncido.
—¿Cómo me llamó?
La mujer estaba vestida de negro. Pensé que debía ser la madre de mi hermano adoptivo, pero en sus ojos no vi ni una pizca de amor maternal. Roberto se quedó helado. El hombre tiró de la manga de la dama.
—¿Qué se te ofrece, Roberto? —preguntó en un tono obsecuente.
—Ella es Regina —me presentó él con entusiasmo—. Es la hija de mi madre y, por ello, mi familia. —De la duquesa; en realidad, estaba hablando de la duquesa. El hombre sonrió.
—Ah, ahora tiene una familia. —Pude ver el miedo en los ojos del hombre. Le temía. Roberto se quedó mirando a su madre, como si esperara algo. Ella sostenía al niño, que preguntó intrigado:
—Madre, ese hombre te llamó «Mamá». ¿Es mi hermano? —Él era hijo de la mujer, pero nunca le habían dicho que tenía un hermano.
—No. No es digno de ser tu hermano —negó ella.
«¿No es digno?». Algo en el interior de Roberto pareció romperse en pedazos.
—Madre —repitió.
—No me llames así. Me desagradas.
La situación era increíble. La expresión de Roberto se transformó y se tornó violenta; hizo una mueca y miró al niño con una mirada asesina.
—Señora Fontana, solo la llamé así porque usted me dio a luz. Nada más y nada menos. Si desea que su hijo viva un día más, le sugiero que cuide sus palabras.
«Bueno, ese cambio de tono sí que fue rápido», me dije. Yo había notado en Roberto la esperanza de que la mujer compartiera su entusiasmo, de lo contrario, no me hubiera llevado hasta allí. Sin embargo, su ilusión se había arruinado. Con una expresión de desprecio, la mujer se subió al auto con el niño y se marcharon. Cuando ya se habían ido, Roberto pestañeó un poco y vi lágrimas en sus ojos—. Es la mujer que me dio a luz.
—Se deshizo de ti y, aun así, tu corazón anhela estar con ella.
—Ella me dio la vida. Su sangre corre por mis venas, pero nunca le importé. Ese hombre… Él es mi padre, pero lo único que siente por mí es miedo. —Hizo una pausa—. Tú eres todo lo que me queda, Regina.
Yo lo sabía, pero después de ver cómo su propia madre lo despreciaba, me quedó más claro que era su única familia. Y una familia era lo único que él deseaba tener. Roberto se alejó de mí bajo la lluvia y me quedé allí, de pie frente a las rejas de entrada del castillo, por lo que pareció una eternidad. Al final, apareció Santiago y se paró junto a mí.
—¿Qué estás mirando? —preguntó.
—Solo me perdí un momento en mis pensamientos. No puedo creer que algunas madres sean capaces de abandonar a sus hijos. ¿No les duele? ¿Ni un poquito?
—Es la dualidad del humano. Somos capaces de la mayor bondad y de la crueldad más pura. A veces hay que esperar lo peor. —Sabias palabras.
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