Te regalo toda una vida de amor Capítulo 354

Me despertó una sensación de cosquilleo en el rostro. Me rasqué un poco, pero no remitía. Al abrir los ojos, allí estaba Santiago, acariciándome la mejilla con uno de sus dedos. Con pereza, me acomodé y le tomé la mano.

—¿Dónde estuviste? —pregunté con voz ronca—. Fue como si hubieran pasado años. Pensé que… Mi madre, ella… —Me quebré y no pude continuar. Mi tristeza debió haberlo afectado, porque inclinó la cabeza y presionó su frente contra la mía. Me tranquilizó sentir la caricia de su aliento en mi rostro. Con los ojos brillantes, dije—: Pensaba que iba a pasar toda mi vida sin verla ni una vez, pero estaba equivocada. Descubrí su secreto, que me amaba y que tuvo que ocultarlo. Era algo más grande de lo que yo creía. Era la madre que deseaba tener, pero justo cuando estaba intentando acercarme a ella, se fue. Tengo este dolor en mi interior y no sé qué hacer. Me duele el corazón.

Santiago me envolvió en sus brazos con fuerza y se disculpó con voz ronca:

—Lo siento, Mayra.

Yo no sabía por qué me pedía perdón. No tenía idea de que estaba tan atormentado como yo misma.

—No es tu culpa, Santiago —dije entre sollozos.

Él no respondió, solo puso su mano en mi nuca y comenzó a acariciarme con suavidad. Me generó tanta calma que empecé a sentir sueño y, antes de que me diera cuenta, estaba dormida de nuevo.

Santiago no estaba ahí cuando desperté y, si no hubiera sido porque su teléfono estaba sobre la mesa de noche, hubiera pensado que había sido un sueño. Salí de la cama, me puse el vestido de luto y me aseé. No me maquillé para la ceremonia, lo cual me daba un aspecto bastante más juvenil. «Pasaron dos años, pero no he cambiado mucho», pensé. La criada que estaba fuera de mi dormitorio me avisó que los invitados que habían llegado estaban reunidos en el salón principal. Me dirigí al balcón y me asomé sobre la balaustrada para observar el salón, donde esperaba un gran número de invitados vestidos de negro. Todos pertenecían a la realeza de Francia y, por consiguiente, como era de esperar, eran ricos y poderosos. «Los amigos y conocidos de mamá y del duque», pensé. «Pedro va a tener que rodearse de todas estas personas cuando crezca». Al notar que yo estaba observando todo, la criada se apresuró a ofrecerme, hablando en weliano:

—Señorita Esquivel, ¿por qué no viene conmigo? El señor Fontana dijo que usted debería pasear por el jardín trasero mientras él se ocupa de todo. Puede hacer su aparición mañana durante el entierro.

Como Pedro era el heredero del título de duque, no había motivos para que yo tuviera que conocer a todas esas personas; además, confiaba en que Roberto se iba a ocupar de todo tal como había prometido. Seguí a la criada al jardín y, allí, vi a Joel fumando. Cuando le toqué el hombro, apagó el cigarrillo deprisa y se dio vuelta.

—Me asustó, señorita Esquivel. —Suspiró al ver que era yo.

—¿Por qué? No estaba cometiendo ningún crimen —pregunté confundida.

—El señor Genova decidió asistir al velatorio por usted. El señor Fontana también está allí. Como no tenía nada que hacer, pensé en tomarme un respiro y fumar un poco. Entonces apareció usted.

«Así que ahí es donde está Santiago. Creí que se había marchado otra vez», pensé.

—Solo caminaré un poco —dije.

Me despedí de Joel y continué siguiendo a la criada. Era un jardín extenso y resplandeciente en todos los sentidos. La criada me explicó que el difunto duque no había reparado en gastos al ornamentarlo, y que cada objeto era clásico y valioso. A la distancia, divisé una estatua de piedra enorme que, por lo corroída que estaba, parecía muy antigua. Le pregunté a la criada sobre ella.

—Fue hecha en los años treinta —comentó. «Guau. Una pieza de principios del siglo veinte. Es una verdadera antigüedad», pensé.

Al internarnos en las profundidades del jardín, vi un niño. Cuando me vio, huyó corriendo y la criada fue tras él diciéndole cosas en francés, por lo que no pude saber qué estaba pasando. El pequeño corría muy rápido y pronto lo perdí de vista.

—¿Quién era ese? —le pregunté a la criada cuando la alcancé.

—Un vagabundo que salió de la nada. Ya lleva un tiempo colándose en el castillo a escondidas y robándonos comida. Quería decírselo a la duquesa, pero el mayordomo me disuadió —me explicó. «Es solo un niño y, por su aspecto, parece asiático», pensé.

Regresé a mi dormitorio con la criada mientras una expresión de preocupación me empezaba a arrugar la frente. Después del desayuno, la lluvia bañó las tierras francesas, y yo seguía sin tener noticias de Santiago ni de Roberto. Supuse que estarían ocupados resolviendo los asuntos relacionados con el deceso de mi madre. Me puse de pie y me quedé mirando la lluvia un rato. De pronto, recordé al niño. «¿Tendrá dónde refugiarse de la lluvia?», me pregunté. Preocupada, tomé un paraguas y salí de prisa al jardín, donde no había un alma. Me interné aún más en él, con el silencio como única compañía, y al alcanzar el rincón más alejado, encontré un hoyo en el muro, lo suficientemente pequeño como para que pudiera pasar un niño. Me agaché y miré por el hueco. Vi un pedazo de tela impermeable y, debajo, un par de ojos negros que me miraban fijamente; unos ojos tan bellos como estrellas relucientes en el cielo nocturno. En silencio, el niño miró la tierra bajo sus pies. Era pequeño, y yo quería ayudarlo, no podía permitir que anduviera vagando por el mundo sin un propósito. Era un destino demasiado cruel.

—¿Quién es usted? —preguntó en idioma ruso, con un acento que parecía ser del sur.

—Soy la dueña de este lugar —repuse sin alzar mucho la voz.

—Sí, claro. La dueña de este lugar es la duquesa.

—Soy su hija —expliqué con amabilidad.

—¿Necesita algo de mí? —inquirió con frialdad. No parecía en absoluto nervioso ni asustado, pero yo seguía temiendo asustarlo, por lo que le pregunté con ternura:

—¿Qué haces aquí? —Se mordió el labio con fuerza y se negó a responder. «Así no voy a conseguir ninguna respuesta», me dije. Entonces añadí—: ¿Quieres venir conmigo?

—¿Qué quiere decir con eso? —indagó con el ceño fruncido.

—La criada me dijo que estás solo. Si vienes conmigo, ya no lo estarás. —Quería darle un hogar, de la misma manera que mi madre había hecho con Roberto.

—No. No necesito su compasión —se negó. Esbocé una sonrisa.

—No te tengo lástima —le aseguré. Cerré el paraguas y lo puse contra el muro—. No voy a obligarte, pero si en algún momento lo necesitas, toma este paraguas y ve a ver al mayordomo. Él te llevará a mí. —Ser altruista no era mi estilo, pero criar a un niño más no sería un problema para mi familia. Justo cuando me disponía a marcharme, el niño habló.

—Espere un minuto, por favor —dijo. Con la piel cubierta de frías gotas de lluvia, me quedé quieta del otro lado del muro.

—¿Sí?

—¿Cuál es su nombre? —Preguntó sin perder tiempo.

—Regina. Regina Esquivel —repuse con seriedad. El niño se quedó en silencio un momento y luego confesó:

—Yo… No estoy solo. Tengo madre.

—¿Quién es usted? —preguntó en idiomo ruso, con un ocento que porecío ser del sur.

—Soy lo dueño de este lugor —repuse sin olzor mucho lo voz.

—Sí, cloro. Lo dueño de este lugor es lo duqueso.

—Soy su hijo —expliqué con omobilidod.

—¿Necesito olgo de mí? —inquirió con frioldod. No porecío en obsoluto nervioso ni osustodo, pero yo seguío temiendo osustorlo, por lo que le pregunté con ternuro:

—¿Qué hoces oquí? —Se mordió el lobio con fuerzo y se negó o responder. «Así no voy o conseguir ninguno respuesto», me dije. Entonces oñodí—: ¿Quieres venir conmigo?

—¿Qué quiere decir con eso? —indogó con el ceño fruncido.

—Lo criodo me dijo que estás solo. Si vienes conmigo, yo no lo estorás. —Querío dorle un hogor, de lo mismo monero que mi modre hobío hecho con Roberto.

—No. No necesito su composión —se negó. Esbocé uno sonriso.

—No te tengo lástimo —le oseguré. Cerré el poroguos y lo puse contro el muro—. No voy o obligorte, pero si en olgún momento lo necesitos, tomo este poroguos y ve o ver ol moyordomo. Él te llevorá o mí. —Ser oltruisto no ero mi estilo, pero crior o un niño más no serío un problemo poro mi fomilio. Justo cuondo me disponío o morchorme, el niño hobló.

—Espere un minuto, por fovor —dijo. Con lo piel cubierto de fríos gotos de lluvio, me quedé quieto del otro lodo del muro.

—¿Sí?

—¿Cuál es su nombre? —Preguntó sin perder tiempo.

—Regino. Regino Esquivel —repuse con seriedod. El niño se quedó en silencio un momento y luego confesó:

—Yo… No estoy solo. Tengo modre.