Te regalo toda una vida de amor Capítulo 343

—¿Por qué estás aquí?

Envuelta en la toalla, salí de la piscina y me dirigí hacia el cuarto. El hombre caminó a paso lento detrás de mí. Estaba un poco asombrada porque no habían pasado ni tres horas desde que Raúl lo había llamado, pero ¡ya estaba en Islandia! Eso solo podía significar que, cuando Raúl lo llamó, ya estaba en camino. Sabía mi paradero demasiado bien. Pero ¿qué pasaba ahora? ¿Estaba simulando haber perdido los recuerdos? ¿Y pensaba que no me había dado cuenta? ¿Iba a seguir fingiendo?

Mientras iba hacia el cuarto, volví sobre mis pasos para toparme con la mirada del hombre. Con suavidad, le dije:

—No es apropiado que un hombre y una mujer que no tienen relación estén en el mismo cuarto.

Santiago se detuvo cuando, de un golpe, cerré la puerta. Desde que había aparecido, no había dicho ni una sola palabra. ¡Solo me había mirado con ojos calmos, como si estuviera estudiándome! La puerta estaba hecha de papel blanco, y la luz penetraba brillante con facilidad. Pude ver la silueta de Santiago, que era alta y larga y parecía una montaña firme que me observaba desde arriba. ¡Mi corazón se paró por un segundo! No quería estar enojada con él, pero me dolió su actitud. No quería arremeter en su contra o ser irracional, pero, en mi corazón, no podía superarlo. No sabía qué estaba pensando.

Me dio cierto sentido de seguridad, pero de una forma nueva. Entendí lo que quiso decir José cuando dijo que el mundo de Santiago era donde la gloria y el desastre convivían, ¡pero sentía que su mundo me expulsaba! ¡Nunca había entrado en él! ¡Y él nunca me había dejado que lo entendiera! Y él y yo… Teníamos dos hijos, que era lo mismo que tener una familia. Pero esa familia no era para nada como me la había imaginado. Todavía seguía en su mundo, y después de hablarlo con él, al final había aprendido a hablarme. Sin embargo, la noche en la que llegué a Finlandia, algo le había pasado, pero no me dijo nada hasta que salí del auto y dejó que David me llevara. Nunca había pensado en compartir esa carga conmigo. ¡Yo no era una mujer débil! ¡Tenía a Soluciones Genova, y era por demás capaz de seguir adelante con él! Pero él no. ¡Me había apartado kilómetros lejos de él!

Exhausta, me levanté y abrí la puerta. Cuando Santiago escuchó el movimiento, se volvió y me miró con sus ojos claros y brillantes, llamándome:

—Reina. —Santiago era un hombre inteligente, y había adivinado que yo sabía que él había recuperado la memoria. Dándole un vistazo de reojo, le pregunté:

—¿Por qué dejaste de fingir? —Santiago era un hombre alto. Bajó un poco la cabeza y frunció los labios para decir algo, pero continué en tono sarcástico—: Soy una mujer divorciada, ¿no? ¿Vale la pena que me persigas hasta aquí? —No estaba enojada por eso, pero, por alguna razón, ¡quería que escarmentara!

Cuando escuchó eso, se oscureció su mirada y me llamó de nuevo:

—Reina. —Me recordaba que observara mis palabras. A regañadientes, le pregunté:

—¿Estás enojado conmigo? —Sentí que estaba enojado. ¡Incluso pensé que yo no debería estar tan enojada! Es más, hasta me sentía incómoda por dentro. Lo ignoré y lo alejé de mí. Ni se movió, ¡pero me tiró hacia él! Las acciones de Santiago eran muy, pero muy egoístas. Enojada, le grité—: ¡Déjame en paz!

¡Siempre era así! ¡Siempre usaba el silencio para lidiar conmigo! Él estaba esperando que me calmara y que lo deseara de nuevo. Su pecho era firme y duro, y la ropa que yo estaba usando parecían pijamas, ya que la tela era demasiado fina. ¡Mi piel se sintió incómoda al extremo al tocar su cuerpo fibroso!

Seguí luchando en sus brazos, y de a poco noté algo en él. Antes de que pudiera reaccionar, la voz de Santiago grave y ronca sonó en mis oídos.

—No te muevas, cariño. —No iba a poder retenerme si seguía moviéndome. ¿Era eso lo que quería decir? Las emociones en mi corazón de repente se volvieron complicadas. Era probable, ¡nunca podía enojarme con él, tampoco podía arremeter demasiado! Amaba a Santiago. ¡Amaba al hombre frente a mí! ¡Siempre lo perdonaba con tanta facilidad! ¡Y el siquiera decía una palabra! Pero cuánto más así era, más profunda se hacía mi herida. No era porque fingiera haber perdido los recuerdos, ni siquiera por lo que había dicho. Solo quería meterme en su mundo… Era un simple deseo. ¡Quería una familia normal! Quería conocerlo en el más auténtico de los sentidos. No quería que David me dijera que no tenía derecho en momentos de angustia. ¡Quería ser una mujer que pudiera pararse junto a él sin tapujos y caminar a su lado! ¡Eso era todo! ¡Eso era todo lo que siempre había querido! Pero era difícil para mí. Se sentía como toneladas de roca en mi corazón, y no podía respirar con facilidad. La voz baja de Santiago sonó de nuevo—: Cariño, estoy apenado por lo que dije la otra noche. Pero era solo una pregunta.

Entonces, ¿una mujer divorciada era digna de su amor?

—¿Entonces hay una respuesta? —le pregunté. Se le suavizó la voz y dijo:

—La respuesta es sí.

—Deja ya de endulzarme el oído, Santiago —protesté. Respondió en voz baja:

—Voy a reparar mis errores.

—¿Lo dices en serio? —indagué.

—Sí, lo digo en serio. —Los labios de Santiago rozaron con suavidad mi mejilla tibia. Añadió con amabilidad—: Eran destinados a otras mujeres, no para mi Reina. Reina, siempre me gustaste. Siempre tengo miedo de no estar a la altura, y de que sientas que el amor es solo eso. ¿Me entiendes? Te amo. Te amo tanto que para mí eres como mi propia vida. Te quiero proteger con el máximo cuidado. —Las dulces palabras de Santiago me dejaron muda. Fruncí los labios con presión, quedándome callada. Su palma me rozó la barriga con ligereza mientras continuaba persuadiéndome—: Yo sé que no estás enojada por lo que dije, y tampoco porque bloqueé al señor Hayes esa noche. Debes tener otra razón, ¿no? —Santiago siempre había sido un hombre listo. Tragando saliva, asentí y dije:

—¿Por qué no me llevaste contigo esa noche?

Él de inmediato entendió a qué me refería. Todavía me apretaba con firmeza, presionando su cuerpo contra el mío. Su cuerpo era fuerte y poderoso, mientras que el mío era suave y delgado. Su figura entera cubría la mía y tenía una mano sobre mi cintura. Debajo de la palma estaba la cicatriz.

—¿Es por eso que estás enojada, Reina? Déjame pensar. No estás enojada por lo que en verdad sucedió en ese incidente. Estás enojada porque no te dije nada al respecto, ni lo hablé contigo, y entonces sientes que eres una extraña, ¿no? Al final, me culpas por no haberte dado un sentido de seguridad. —¡Santiago entendía todo! ¡Pero igual me hacía sentir triste! Me quedé callada y mis ojos se enrojecieron. De repente él me dio vuelta y se inclinó para besarme la comisura de los labios. Con una voz paciente, me persuadió—: Cariño, no quiero ponerte en peligro, ¿entiendes? Por favor, perdóname, ¿sí? ¡No te enojes conmigo, no quiero verte enojada!

Me quedé pasmada. ¿Cuándo había aprendido a mostrar semejante debilidad? ¿No era eso lo que solía hacer Nicolás?