Te regalo toda una vida de amor Capítulo 313

La ventana estaba un poco abierta, y afuera soplaba una brisa que recorría poco a poco el cuerpo de Santiago y hacía que el cabello negro que caía sobre su rostro se agitara. Su expresión era inusualmente alegre. De hecho, también había un atisbo de incredulidad en sus ojos. Parecía muy interesado en la niña que tenía en brazos y la miraba con toda su atención.

Me acerqué y acaricié el rostro de Rita. Luego, con paciencia y delicadeza la intenté persuadir de que hablara:

—Rita, ¿puedes volver a decir «papá»?

Rita parecía no entender lo que le decía, pero reaccionó a la palabra «papá» con una sonrisa adorable y llena de alegría. Al parecer, tanto mi madre como la niñera le habían estado enseñando algunas cosas.

—Papá —dije con dulzura.

—Pa —me imitó con suavidad.

—Dilo conmigo, papá —intenté enseñarle, decidida.

—Papá. —Le tomó un largo rato decir esa sola palabra.

Cuando Santiago la oyó, su mirada se volvió tan dulce que parecía que iba a derretirse de felicidad. Una oleada de emociones le inundó el pecho de repente y lo vi inclinarse para acercarse más a la bebé.

—Papá está aquí —murmuró mientras la besaba en la mejilla.

Me quedé atónita. El hombre que tenía delante era completamente distinto del que hace unos días afirmaba con frialdad que yo sería la única persona a la que besaría. Tal vez, la palabra «papá» le había derretido el corazón. Quizás, también podía limitarse a Rita, ya que después de todo, era su hija. Siempre había mostrado cierta preferencia por ella.

Ver ese cambio en él me hizo muy feliz. Continué enseñando a Rita a decir la palabra «papá», pero tardó mucho en pronunciarla.

Sin embargo, Santiago estaba encantado con su progreso, y se quedó jugando con ella un buen rato. Mientras tanto, saqué mi teléfono para grabar un video de este momento tan cálido y conmovedor. Después de ello, vi el mensaje que me había enviado Nicolás la madrugada del día anterior: «Gina, me duele mucho». De la nada me decía que le dolía mucho, por lo que fruncí los labios con fuerza pensando que no debía compadecerme de él. Me limité a guardar el teléfono y me quedé al lado de Santiago, que notó que mi semblante se había oscurecido de repente y me preguntó si pasaba algo.

—No pasa nada —mentí sacudiendo la cabeza.

No indagó más luego de mi respuesta. Tras pensarlo por un rato, volví a sacar el teléfono y envié un mensaje a Maya: «Cenemos esta noche. Santiago se ha ofrecido especialmente a invitarte. Trae a tu marido». Ella ya estaba casada, pero yo aún no conocía a la persona con la que se había casado. «No sé si querrá», respondió, y, luego, agregó: «Le preguntaré más tarde».

Después de contestar al mensaje de Regina, Maya no pudo evitar sentirse cobarde de repente, pues no sabía cómo decirle a su marido lo de la invitación a cenar, y lo que era más importante, le preocupaba que él rechazara su petición. Estuvo sentada en el mostrador de Minino Café durante un buen rato, con la mirada perdida entre los gatos y la siempre ocupada Eva, que era muy trabajadora. De hecho, era tan trabajadora que Maya no podía evitar sentirse avergonzada. Aún no habían abierto el negocio, y ya había estado cambiando de sitio varios objetos de la tienda. Tras sus cuidadosos ajustes, la estética y el ambiente de la tienda habían mejorado de manera significativa. Por lo menos, el local se veía mucho más elegante que antes. Era casi como si trabajara como diseñadora de interiores.

Maya retiró la mirada y tomó el teléfono. Tras dudar un momento, por fin se armó de valor y envió un mensaje a su marido: «Señor Lebrón, mi mejor amiga quiere invitarlo a cenar esta noche». «¿Quién es tu mejor amiga?», respondió con amabilidad Silvio. Antes de que pudiera contestar el mensaje, oyó de repente una voz gélida que venía de encima de su cabeza:

—Maya Silva, mi boda es el mes que viene.

—Lo siento, señor. La cafetería está cerrada en este momento —repuso enseguida Eva ni bien escuchó hablar al hombre. Sin embargo, las palabras se le atascaron en la garganta cuando vio su rostro. De inmediato, pero con rigidez, se giró sobre sus talones y anunció—: Vuelvo al trabajo ya mismo. —Al ver que el hombre no le prestaba atención, respiró aliviada y pensó: «Casi lo arruino todo».

Raúl estaba de pie en la entrada de la cafetería mirando fijamente a la muchacha sumida en sus pensamientos. Ella llevaba una máscara negra, como de costumbre y él sabía lo que se ocultaba debajo. Aunque quería vengarse por ella, no podía hacer nada por el momento, ya que necesitaba tiempo. Necesitaba más tiempo antes de poder deshacerse de Ana. Una vez que arreglara todo con Ana, llevaría a cabo su venganza. Después de todo, ni siquiera él era capaz de hacerle daño a su mujer, así que ¿cómo iba a permitir que otros la maltrataran? Ni siquiera Ana tenía ese derecho.

Maya reconoció la voz y sin siquiera levantar la cabeza, respondió con voz tranquila:

—¿Ah, sí? Felicidades por casarte de nuevo. —No tenía intención de ser sarcástica, por el contrario, sonaba relajada.

—Lo siento —se disculpó aunque pareciera increíble. Le molestó la reacción de la muchacha, pero por desgracia, era algo que él mismo se había buscado.

—No tienes porqué disculparte. No me debes nada —respondió con calma Maya. «Ana es quien me debe algo. Raúl solo destrozó mi corazón en el proceso, por lo que ahora destrozaré el suyo a cambio. Lastimaré a Ana y a él lo haré sentirse totalmente miserable, pero todavía no es el momento», reflexionó.

En ese momento, ignoraba que ella misma podía romperle el corazón. Su matrimonio con Silvo lo habría destrozado por completo hacía mucho tiempo. Por desgracia, Raúl no sabía nada de esto y desconocía la existencia de Silvio.

Sea como fuere, no acabaría convirtiéndose en el próximo Nicolás Ferreiro. Como había crecido sin nada, había tenido demasiadas experiencias sangrientas y desesperadas en su vida, por lo que estaba destinado a ser aún más cruel que Nicolás. Además, prefería destruir lo que se le había negado antes que permitir que alguien tuviera lo que él no había podido.

—Maya, por favor, ven a mi boda el mes que viene. — «Es tu boda», pensó Raúl para sí mismo.

A Maya la tomó un poco desprevenida cuando la llamó por su nombre con tanto cariño. Sin embargo, accedió:

—De acuerdo, iré. —«Sin dudas, estaré allí. Ya verás, destruiré a Ana ese mismo día», se prometió Maya a sí misma.

Después de que Rudy se fue, Maya respondió con cautela al mensaje de Silvio: «Regina Esquivel. Su prometido desea invitarnos a cenar». Su marido no respondió más a su mensaje. Así, ella no pudo evitar sentirse insegura de su actitud. «¿Aceptaría o no?», se preguntaba, así que decidió volver a escribirle: «¿Qué hace ahora, señor Lebrón?». «Plantando flores en la casa de campo», replicó. «¿Compró una casa de campo?, inquirió, asombrada. «Sí. Se encuentra en su ciudad natal, señora Lebrón. La casa de campo que compré será nuestro hogar después de casarnos. ¿Le gustaría venir a echar un vistazo? Le vendrá bien familiarizarse con la zona», escribió Silvio. Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en los labios de Maya que contestó: «¿Ahora mismo?». «Sí, enviaré a alguien a buscarte», aseguró Silvio.

El tiempo en Bristonia aquel día era soleado y despejado, como nunca. Parecía que la propia existencia de aquel hombre era la razón del buen tiempo. Cuando Maya llegó a la casa de campo, vio a lo lejos a su marido agachado recortando unas hojas en el amplio jardín.

—Señor Lebrón —lo llamó con suavidad al acercarse.

Silvio vestía aquel día una camisa blanca combinada con unos pantalones largos negros, lo que le daba un aspecto alto y esbelto. Era diferente por completo de su aspecto cálido y amable cuando vestía el atuendo tradicional, pero se veía extraordinariamente atractivo. No había visto muchos hombres guapos en su vida, aparte de Raúl y Santiago. Aunque Silvio también era un hombre apuesto, su actitud amable era muy diferente de la frialdad de los otros dos hombres. Solo un hombre como él podía hacerla sentir tan segura y cálida por dentro, y sin mencionar que confiaba por completo en él. Ese tipo de confianza era un sentimiento similar a la autoestima, indescriptible.

—¿Por qué llevas una máscara? —indagó de repente.

La pregunta la dejó sin palabras, pero, después de un momento contestó:

—Porque soy fea.

—Tonterías. ¿Cómo puede ser fea mi querida esposa?

—Pero lo soy. —Frunció los labios

—Señora Lebrón, por favor, no se menosprecie. —Hizo una breve pausa antes de consolarla con suavidad—: Mi madre asegura que hay muchas mujeres en este mundo que quieren casarse conmigo, pero yo soy suyo.

Sus palabras la confundieron. «¿A qué viene esto?», pensó

—Por lo tanto, señora Lebrón, usted ya les ha ganado en este aspecto.

Maya no pudo evitar estallar en carcajadas, ya que no podía creer lo singular de su forma de consolarla, aunque lo que había dicho era verdad.

—Tiene razón, señor Lebrón —respondió ella.

—Señora Lebrón, ¿no me llamará «querido»? —Su voz era muy atractiva y encantadora.