Te regalo toda una vida de amor Capítulo 596

Santiago se emeraba preparándome sorpresas de tanto en tanto. Obediente, me arrimé a él para que camináramos a la par.

—¿Adónde estamos yendo?

—A un lugar al que solía ir en mis años de secundaria.

—¿Te quedaba tiempo para estudiar?

—Algo, pero siempre faltaba a clases.

Santiago condujo hasta su escuela y allí vimos a un guardia de seguridad de pie frente a la entrada. Tras intercambiar algunas palabras, nos permitió entrar. Una vez dentro, nos encontramos con una decena de estudiantes corriendo en el campo de deportes. Ninguno de ellos llevaba uniforme, sino que todos vestían prendas que estaban a la moda. Santiago agarró mi mano y caminamos holgadamente hacia el edificio principal.

—El abuelo de Tanya fue el que me ayudó a ingresar a este colegio y, más tarde, asistí también a la universidad mientras recibía las capacitaciones del Corporativo W. Por todo eso, para mí asistir a clases era una especie de descanso la mayor parte del tiempo. Al menos, podía relajarme un poco y estudiar cosas menos complicadas.

Era evidente que su agenda solía ser muy extenuante.

—No podías descansar lo suficiente, ¿verdad?

Santiago hizo un gesto afirmativo.

—La capacitación era intensiva. Me entrenaban por las noches, de modo que era sumamente agotador tanto a nivel mental como físico. Bajo esas circunstancias, el único momento que tenía para tomarme las cosas con calma era cuando venía al colegio y, con eso y todo, no quise perder la disciplina porque sabía muy bien el rumbo que tenía que seguir. Mi meta era encontrar el camino de regreso hacia los Genova. —Un pensamiento cruzó su mente y me apretó la mano con fuerza—. Mi mamá me comentó que tenía tres hermanos y, si yo decidía no regresar, iba a perder mi vida y a mi familia —mencionó con dolor.

Los supuestos hermanos de Santiago estaban todos muertos. Fue una argucia de su madre y el culpable de aquellos fallecimientos había sido nada menos que mi papá biológico. Siendo esa la situación, se podía decir que Santiago había tenido mucha suerte, pero, también, que todo había sido fruto de su constancia. Sus logros fueron gracias a su ardua labor, a diferencia mía, que heredé todos mis bienes. En cuanto a mí, aunque había pasado por muchos períodos de adversidad, en ese momento, sentía que era la persona más dichosa de todas porque poseía bienes a los que el noventa y nueve por ciento de la población mundial no podía acceder y a un amante al que todos respetaban. Por eso, sentía que tenía buena fortuna. Un sentimiento de desencanto me embargó de repente.

—En ese momento, no sabía de tu existencia. —Era posible que acabara de conocer a Ezequiel en ese entonces—. Si nos hubiésemos conocido antes, habría venido desde muy lejos hasta aquí para hacerte compañía y, así, enfrentaríamos todas las vicisitudes e, inquebrantables, superaríamos cada tormenta. Sin importar los peligros que nos esperasen, nunca jamás me habría apartado de tu lado.

A Santiago se le iluminó el rostro.

—Qué tontita.

—No soy ninguna tonta —refuté.

—Creo que así estuvo bien. Tal vez si nos conocíamos antes, no habría logrado tantas cosas. Además, era un chico bastante imprudente, así que tal vez no habría sabido valorarte. —En Espoo, el cielo azul estaba despejado, con alguna que otra nubecita blanca—. Ahora, todo es perfecto.

Santiago jamás lloraba sobre leche derramada o lamentaba las decisiones que tomaba. Siempre vivía en el presente y, gracias a ello, era una persona que sabía valorar las cosas que tenía y a las personas que lo rodeaban. Me acarició la mano mientras ingresábamos al edificio y luego señaló una de las aulas.

—Aquí solía tomar mis clases.

—¿Cuál era tu asiento?

—El último pupitre de la fila del medio.

El aula estaba vacía. Los alumnos se habían ido a sus casas o estaban todavía jugando afuera. Tras pasar el umbral, me derrumbé sobre el pupitre y apoyé mi cabeza sobre él.

—¿Así era como tomabas la siesta?

—Sí, hundía la cabeza entre mis brazos. —A continuación, apuntó hacia una de las paredes—. ¿Has visto esto? Mi nombre en el muro. No esperaba que todavía estuviera aquí.

Quería compartir sus experiencias pasadas conmigo. Deslicé un dedo por la pared.

—Está todo borroneado. ¿Fuiste tú el que lo escribió? Tu letra ahora es mucho más bonita.

—No recuerdo quién lo hizo. Lo descubrí un día cuando vine a clases. Pasó mucho tiempo, así que no contaba con que siguiera todavía ahí. Asómate por la ventana, ¿puedes ver lo que hay allí?

—Veo un árbol de cerezo —describí.

—Sí, solía aguardar ansioso a que floreciera, pero, por varios motivos, nunca llegaba a verlo. Y aunque no logré ver aquellos árboles rebosantes de flores, eso ya no importa porque ahora te tengo a ti.

—No soy tu flor de cerezo —Me sonrojé al instante.

—Para mí, eres como la flor que ondea al viento.

Solté una risita.

—Sabes muy bien qué decir para hacerme feliz.

Él contestó con un gruñido. Justo en ese momento, se escucharon unos pasos en el corredor.

—¿Eres tú, Santiago? ¡Hace añares que no te veo! —exclamó la persona.

Seguí la voz hasta visualizar a una mujer de unos veintinueve años de edad. Llevaba unos anteojos de marco dorado y, aunque era común y corriente, su forma de hablar era muy educada. Se la podía considerar como alguien de alta estima.

—¿Te conozco? —Santiago arrugó la frente.

—Soy Ivana. Éramos los únicos dos de la clase que veníamos de Atean en ese entonces. ¿En serio no te acuerdas de mí? Me sentaba enfrente tuyo.

—No me acuerdo —contestó él con indiferencia.

La cara de la chica se transfiguró en un instante y parecía de lo más abatida, pero se recompuso rápido.

—¿Qué viniste a hacer aquí? —le consultó.

—Le estoy mostrando el colegio a mi mujer.

Era posible que fuera amable con ella porque solían ir a la misma división. Como mínimo, hacía el esfuerzo de no ignorarla. La joven se quedó helada.

—¿Estás casado? —Tras recibir como respuesta el mutismo de Santiago, la mujer siguió platicando, inquieta—. Después de que nos graduáramos, me volví profesora de la institución. Muchos de nuestros antiguos compañeros vinieron de visita al pasar los años, pero a ti nunca te había visto. Lo siento, estoy desvariando. Mejor me voy a casa.

Y con eso, se alejó del salón de clases. Me di la vuelta para observar a Santi.

—Dijo que era tu excompañera.

—Sí, éramos los únicos estudiantes provenientes de Atean.

Me reí entre dientes.

—Pero le has dicho que no te acuerdas de ella.

No era normal que Santiago mintiera.

—¿Y qué si la recuerdo? Ella solía estar enamorada de mí, pero nunca confesó sus sentimientos. Si le decía eso, tal vez, le daba falsas esperanzas. No quiero que eso suceda.

Había tantas mujeres que soñaban con el amor de Santiago, incluida ella.

—La chica debe tener un bonito recuerdo del amor que sintió por ti aunque no te lo haya dicho —intenté explicarle.

—Ya lo sé, por eso, nunca quise dejarla en evidencia.

Santiago era gentil por naturaleza, por lo que no estaba dispuesto a lastimarla.

—¿Por qué no seguimos caminando? —dije para cambiar de tema.

—Ya deben haber llegado.

Se refería a Dante, David y a los demás.

—Ah, cierto, pero nos tomará como una hora al menos volver a casa.

Espoo era una ciudad muy especial. Si uno iba hacia una dirección se encontraba con el mar mientras que si tomabas la dirección contraria te hallabas en un bosque. El paisaje era impactante. Sentada en el asiento del acompañante, comencé a conversarle.

—Adoro este sitio. Cuando los niños sean mayores, quiero traerlos aquí para que nos instalemos. ¿Qué te parece?

—Podemos hacer eso, sí, una vez que las cosas se calmen.

—Santi, esta noche, quiero hacer una videollamada con ellos.

Durante este tiempo, hablabamos con frecuencia por videollamada. Sin embargo, como eran muy pequeños, no entendían muy bien lo mucho que los echaba de menos.

—Vamos a quedarnos en Finlandia por un buen tiempo. Si tanto los extrañas, le pediré a Joel que los traiga.

—Muy bien, dile eso a Lucas. Por cierto, ¿ya conociste a Elián? Le pediré a Lucas que lo invite a que venga a Finlandia con nosotros.

—Elián… —murmuró.

—¿Qué sucede con él?

Santiago me contestó estirando los labios.

—Es que siento que es como un hijo mayor. Tú te encargaste de encontrarlo por mí.

—Es un buen chico.

—Es posible que termine acogiéndolo bajo mi ala.

Era bastante obvio lo que intentaba decirme.

—¿Y cómo harás eso?