Te regalo toda una vida de amor Capítulo 506

Llamé a Emilia esa noche.

—¿Y? ¿Cómo te fue? —le pregunté en cuanto contestó.

—¿Cómo podía irme? —suspiró—. Tuvimos sexo.

«Ah, ¿así que ahora es abierta para hablar de esas cosas?», pensé. Cuando estaba por responder, escuché la voz de Cristóbal:

—¿Sigues en pie? ¿Qué te parece otra ronda? —«Tan sensual como siempre».

—Sigan con lo suyo —dije y colgué. Con el mentón sobre el alféizar y la mirada en el paisaje, me sonrojé. Santiago volvió adentro, se sentó en la cama y me tomó en brazos.

—¿En qué piensas? —preguntó. Me tocó las mejillas rojas y frunció el ceño—. Están calientes.

—Llamé a Emilia. Ella y Cristóbal estaban… haciendo lo mismo que nosotros. Me sentí avergonzada.

—¿Tú estás avergonzada? —dijo con una sonrisita, y yo lo fulminé con la mirada.

—¿Qué quieres decir? Son sus asuntos de alcoba. Podemos hablar de eso, pero escucharlos en el acto se siente pecaminoso.

—Te imaginaste cosas sucias, ¿no es así?

Cuando estaba enamorada de Cristóbal, hablar con él era excitante. Mi corazón se aceleraba cada vez que lo escuchaba, aunque no conversábamos mucho. Una simple mirada era un lujo para mí. No podía imaginarme corromperlo ni mucho menos cómo sería en la cama. Sin embargo, lo había escuchado teniendo intimidad con Emilia.

—Solo recordé el pasado, Santi —suspiré—. Emilia está con él, y yo contigo. Fue lo mejor que nos pudo haber pasado. —Él me abrazó y resopló, así que agregué—. ¿Quieres saber cuándo me enamoré de ti?

Santiago me miró a los ojos y me dio un beso en la frente. Luego frotó la barbilla sobre mi cabeza mientras respondía:

—De seguro no fue cuando te caíste al río, porque seguías con Nicolás y él era lo único que te importaba. Debió ser durante tu peor momento. La psicología dice que quien sufre se aferra a cualquier rayo de esperanzas que pueda encontrar. —Su respuesta fue correcta. Muy listo. «Le he estado diciendo que es inteligente muy seguido»—. Fue en la iglesia el día de la boda —agregó después de una pausa.

En aquel entonces, yo estaba sola y desesperada, y él me había tomado en brazos para salvarme. Lo abracé por el cuello y le di un beso en la mejilla, y él cerró los ojos para disfrutarlo.

—Desde ese día, comencé a fijarme en ti —dije con alegría—. A veces intentaba descubrir qué estabas haciendo. Te robaste mi corazón sin que lo supiera. —En esa época, lo único que quería era alejarme todo lo posible de Nicolás. Estaba sorprendida y agradecida de que me hubiera salvado del accidente orquestado por María, pero eso era todo, no había amor, pues Santiago se lo había ganado. Había amado a Nicolás durante nueve años, pero, una vez que dejé de hacerlo, no sentía que había perdido. Todo gracias a que había encontrado a alguien que me amaba tanto como yo a él. Por suerte, había aparecido en el momento perfecto—. Gracias por mantenerme a salvo —dije. Santiago me protegía todo lo posible.

—Eres mi esposa, por supuesto que te protegeré. No puedo dejar que Cristóbal o Ezequiel me roben ese trabajo.

—¿Por qué mencionas a Ezequiel? —pregunté sorprendida. No creí que tuviera nada que ver.

—Solo decía. ¿Tienes sueño? —Él cambió de tema.

—No, tomé una siesta más temprano. ¿Quieres jugar a algo conmigo?

—Juega tú, yo te miraré.

A Santiago no le interesaban mucho los juegos, así que descargué uno de estrategia multijugador en mi teléfono. No era de mis preferidos, pero servía para matar el tiempo. Tampoco era que estuviera aburrida, pues ese era un lugar muy reconfortante; las olas rompían afuera, la luz era cálida y el hombre al que amaba estaba a mi lado. Era el ambiente perfecto para un juego tranquilo, y la noche aún era joven. Me alegró ver que Emilia y Maya también estaban en línea en el juego y las invité a mi equipo. Justo antes de empezar, Amparo apareció también. «Ah, tú también juegas», le escribí sorprendida.

«Sí. Estoy aburrida. Es bueno encontrarlas aquí», respondió. «No ayuden al enemigo, muchachas», comentó Emilia. Lo decía la más novata de todas. Maya también era principiante, pero nunca había jugado con Amparo, así que no sabía cómo era. Formamos un equipo y comenzamos la partida. Entonces supe que Amparo también era una novata. Yo tampoco jugaba muy seguido, por lo que no era muy hábil y, además, estar abrazada a Santiago me hacía más lenta. Él me observaba en silencio a pesar de mi torpeza. Nuestro pésimo desempeño perjudicó a todo el equipo, y los demás participantes protestaron indignados. «¡Malditas novatas! ¡Dejen de alimentar al enemigo! ¡Deténganse, con un demonio! ¡Ya! ¡Intento jugar una partida!».

—Alguien me llamó novata —bufé.

—Y lo eres —rio Santiago.

«Mierda». Eso dolió. Emilia contraatacó: «¡Cierra la boca, basura! Solo estamos calentando. Amigas, mostrémosle a este novato cómo se hace». Eso fue algo estúpido.

—¿Tú sabes jugar? —le pregunté a Santiago. Él me miró un momento con los ojos brillantes. Luego me besó, y yo me acurruqué más cerca, con los brazos en su cuello—. ¿Me ayudas, Santi?

Él tomó el control. Aprendía rápido, así que después de verme jugar un rato, descifró las reglas básicas del juego y comenzó una matanza. Era bueno y no se inmutaba al enfrentarse a los enemigos. De repente, las perdedoras, es decir, mis amigas y yo, conseguimos asesinar a muchos enemigos. Era como si todos los jugadores hubieran cambiado. El hombre que nos había criticado dijo: «Vaya. Es verdad que solo estaban calentando. Lamento haberlas llamado novatas». Luego comenzó a seguir a Santiago y a Amparo, pero Santiago lo esquivaba y corría en la dirección contraria. Maya, Emilia y Amparo hacían lo mismo. Trataban al jugador como si fuera invisible. De pronto, pensé que había algo raro; ellas eran tan principiantes como yo, no podían convertirse en profesionales de un momento a otro, a menos que alguien estuviera jugando por ellas también.