Te regalo toda una vida de amor Capítulo 468

Santiago dijo que lo dejáramos atrás, pero ¿cómo? No podía olvidar ese asunto así como así. Él era la clase de persona que procesaba las cosas a solas y reaparecía unos días después. ¿Y si volvía a suceder algo así? ¿Iba a ignorarme otra vez?

—Yo me equivoqué —reconocí y me mordí el labio. Como permaneció en silencio, se me llenaron los ojos de lágrimas y exigí—: ¡Tú también te equivocaste! ¡¿Cómo pudiste ignorarme así, Santiago Genova?!

—No lo hice —dijo en tono tranquilo.

—Hace días que no te comunicas conmigo.

—Tenía negocios que atender en Bristonia y no quería molestarte porque estás enferma. Pero vine corriendo a Eldamia en cuanto terminé con todo, ¿o no? —Con eso, hizo una pausa para acariciarme las mejillas—. Lo siento, olvidé que las mujeres tienden a dejar volar la imaginación. Debiste haber tenido unos días difíciles.

Al oír eso, hice pucheros y chillé. Él nunca había querido verme llorar, así que me abrazó y me tranquilizó. Sin embargo, me sentía triste y con el corazón adolorido.

—Me equivoqué y no pensé en tus sentimientos —sollocé—. Puedes enojarte, hacerme reproches y gritarme si quieres, ¡pero nunca vuelvas a ignorarme! Me hiciste sentir devastada.

—Eres una niña sensible, bebé —suspiró.

—¡Estoy enojada, Genova! —exclamé, con lo que lo hice reír por lo bajo.

—Estás siendo grosera.

«¿Cómo puede estar de humor para bromear en este momento?», pensé y, a propósito, comencé a gritar de forma irracional.

—Genova, Genova, Genova, Genova, Genova, Genova. ¿Qué pasa si te llamo Genova y si soy grosera? ¿Qué harás al respecto?

—No puedo hacer nada, ¿o sí? —preguntó en tono bajo después de besarme en los labios—. Sé una chica buena y no estés más enojada, bebé.

Cuando dijo «Sé una buena chica», fue como si alguien sacudiera mi corazón, que se suavizó de repente y me hizo romper en llanto.

—En realidad, yo estuve mal —sollocé, pues yo lo había hecho enojar en primer lugar.

—Sí, pero yo tampoco lo manejé bien. —Él cedió una vez que le di la razón.

—¿Qué hora es?

—Recién anochece. ¿Tienes hambre? —Me conocía muy bien, sin dudas.

—Sí —asentí. Entonces, me besó y salió de la habitación. Yo sequé mis lágrimas y me puse una bata antes de seguirlo. Lo encontré cocinando, así que me apoyé contra el marco de la puerta de la cocina para contemplarlo por un rato—. ¿Cómo están tus heridas? —pregunté después—. ¿Ya están cicatrizando?

—Sí, no tienes de qué preocuparte —aseguró. Preparó una cena sencilla, que comí en la mesa de la sala, mientras que él se sirvió una copa de vino y bebió con calma en la barra. Había notado que estaba bebiendo más el último tiempo; al menos, lo veía comprar vino. Cuando terminó la primera copa, se sirvió otra e hizo una pausa para admirar la colección de botellas vacías—. ¿Esta es tu obra?

—No, de Amparo y Jacobo.

—¿Vinieron de visita?

—Sí, hace unos días. Yo no bebí, no me atrevo. Ellos bebieron un poco, jugaron al póker y se fueron a una hora apropiada. —Incluso me habían ayudado a limpiar la cocina. Santiago no respondió, sino que bebió otro trago de vino. El departamento era de estilo europeo, con un ventanal enorme por el que se filtraba el sol del atardecer, que irradiaba un brillo ámbar sobre Santiago y lo hacía ver deslumbrante. Seguía bebiendo en la barra mientras yo comía en la mesa—. Deja de beber. Tus heridas aún no sanaron —le advertí.

—La última copa, señora Genova. —«Sí, claro». No fue la última, sino que se sirvió una tras otra. Cuando comenzó a sentirse acalorado, se desabotonó la camisa. Perdí la cuenta de cuánto había bebido cuando se me acercó tambaleándose y se desplomó en el sofá a mi lado—. Hace calor aquí —comentó. Entonces, me levanté para sacarle la camisa, pero él aferró una de mis manos antes de que terminara—. No te muevas o no podré contenerme —balbuceó.

¿Contenerse? Tardé un momento en comprender a qué se refería.

—¡Sinvergüenza! —protesté.

—Dormiré una siesta —respondió con una risita y cerró los ojos. Me dispuse a sacarle los zapatos y el cinturón para que estuviera más cómodo. Sabía que estaba molesto y por eso había bebido tanto, pero no sabía qué lo había alterado. ¿Había tenido problemas en su viaje?—. Perdón por haberla desairado, señora Genova —murmuró de la nada mientras sentía la temperatura de su frente.

—¿Eh? —repliqué con una ceja en alto.

—Es que te amo demasiado.

—Pero hiciste que me pusiera muy triste —dije tras un instante de silencio.

—Lo siento, bebé —se disculpó con expresión adorable. Me acerqué a darle un beso en la comisura de los labios, y él abrió los ojos de repente para mirarme azorado—. Me robaste un beso —dijo. «¿Cómo puede ser tan encantador?».

—No lo hice —respondí para seguirle el juego.

—Devuélvemelo.

Su pecho era muy atractivo y la forma en la que estaba recostado en el sofá era demasiado cautivadora. Además, la forma en que me miraba me tenía intoxicada. Esa versión de Santiago ebrio iba a ser mi perdición. Eché un vistazo a la barra y descubrí que había terminado toda la botella de vino, pero seguía consciente de su entorno a pesar de estar borracho. Al menos no estaba haciendo un escándalo.

—¿Cómo puedo devolvértelo? —pregunté apoyada en su hombro.

—Cierra los ojos, te lo robaré —ordenó. Obedecí y, de pronto, sentí su aliento frío con una pizca de aroma a alcohol sobre mis labios. Abrí apenas los ojos y lo vi mirándome con los suyos entornados—. ¿Qué haces? —exigió. Sonaba muy inocente.

—¿A qué te refieres? —repliqué desconcertada.

—¿Por qué me espías?

—Porque eres muy apuesto.

—¿Y qué? No soy tuyo —afirmó.

—¿Y de quién eres entonces? —murmuré.

—De mi señora Genova —respondió después de pensarlo un instante.

—¿Y por qué me robaste un beso?

—Tú me robaste uno primero —masculló antes de quedarse congelado. Me acerqué a revisar la graduación alcohólica del vino y descubrí que mi querido esposo había elegido uno muy fuerte. «No me sorprende que esté ebrio. ¡Pero es tan adorable cuando está así! Es como un niño». Luego volví para darle una palmadita en la mejilla—. ¿Qué pasa? —preguntó con los ojos perdidos y vidriosos.

—¿Quién soy? —le pregunté.

—La señora Genova.

—La señora Genova te ama. —A la mañana siguiente, me despertó una llamada de Maya. No necesitaba nada importante, solo quería contarme que Amparo había renunciado para volver a Europa a ocuparse del negocio familiar. Me dio la sensación de que la familia Quevedo le había dado un ultimátum. O quizás había sido David. Al terminar la llamada, salí a buscar a Santiago, que ya no estaba en la habitación. Estaba sentado en el sofá, leyendo el periódico con actitud alterada. Su versión ebria del día anterior y la de esa mañana eran como el día y la noche—. ¿A qué hora despertaste? —pregunté sonriente.

—Hace un momento —respondió.

—Anoche te emborrachaste —le informé, con lo que él entornó los ojos.

—¿Y? —En lugar de responder de inmediato, me acerqué y descansé la cabeza sobre su hombro.

—Estuviste diciendo tonterías. Lo tengo grabado, ¿quieres verlo?