Te regalo toda una vida de amor Capítulo 383

—Está bien. Iré contigo —le aseguré. Suspiró.

—Todo fue normal anoche, pero me reprocho a mí misma haberme caído por accidente encima de él. Como era de esperar, nos besamos. Sus besos fueron delicados, dado que mi rostro aún se está curando. Al principio no mostró desagrado, pero cuando pensaba que lo dejaría salirse con la suya, al final se apartó. En ese momento, vi la frialdad en sus ojos. Creo que le doy asco, Gina. Su mirada es dulce y tranquila, pero él es un hombre frío y distante. No logro captar lo que piensa. Aunque me siento a gusto a su lado, tiendo a sentirme inferior e insegura.

Maya confesó su inseguridad. Entonces debía estar empezando a preocuparse por lo que sentía Alfredo. Puede que no estuviera vinculado con sentimientos de amor, pero poco a poco empezaba a dejarlo entrar a su corazón. Comenzaba a importarle su existencia. A pesar de no tener ni idea de cómo consolarla, expresé mi opinión con total franqueza:

—Si un hombre como Alfredo está dispuesto a casarse contigo, debe significar que no le importan ni tu pasado ni tu identidad. —Sin embargo, cada cual tenía su propio criterio a la hora de elegir pareja. Aunque a él le importaran esos estándares, podría hacer concesiones por una persona en especial.

«¿Puede una divorciada ser digna de mi afecto?», había dicho una vez Santiago. Lucas mencionó que Santiago era un maniático de lo impoluto, por lo que no le gustaban las mujeres divorciadas, pero, de alguna manera, se había cruzado con alguien como yo, ¡que lo era! Y en aquel momento, Alfredo y Maya se encontraban en una situación parecida.

Era cierto que no éramos perfectas, pero había demasiadas situaciones ajenas que escapaban a nuestro control. Ni Maya ni yo queríamos recorrer el camino que habíamos transitado antes. Aunque nos sentíamos culpables y apenadas por nuestros amantes del pasado, nunca nos arrepentimos de haberlos amado, porque, al margen de su forma de ser, habían formado parte de nuestras vidas, ¡y eso no admitía objeción! Maya y yo nos habíamos esforzado por conseguir lo que deseábamos desde lo más profundo de nuestro corazón: el amor. No era culpa nuestra que no hubiese funcionado. Tan solo dábamos gracias por haber encontrado a alguien mejor para nosotras: Santiago para mí, y Alfredo para ella. No era una exageración llamarlos nuestros salvadores.

A Santiago lo había conocido cuando estaba al borde de la desesperación. Fue el hombre que me rescató del infierno y de la muerte. Por otro lado, Maya se había cruzado con Alfredo, que estaba dispuesto a darle un hogar y estabilidad. Pero ¿y Raúl?

Nunca llegué a comprender qué había representado Raúl para Maya. Quizá fue la única persona en la que pudo confiar tras la muerte de Alán. Poco a poco, empezó a querer más de él. Cuando su relación la hirió de una manera tan profunda, le resultó difícil e insoportablemente doloroso abandonarlo, pero sabía que rebajándose no conseguiría el amor que anhelaba. Aunque Maya era una muchacha corriente, era lo bastante audaz para ir tras lo que deseaba, y podía renunciar a ello por voluntad propia si lo consideraba inútil.

Cuando Alán estaba vivo, nunca le había hecho daño e incluso se había sacrificado para salvarla, quedando incapacitado en el proceso. Entonces, ¿qué ocurría con Maya? Alán siempre la había tratado bien, por lo que guardaba su amor en el corazón. Cuando todo el mundo le dijo que había muerto, ¡ella nunca lo creyó! Como él nunca le había hecho daño, ella aguantó hasta el final, ¡y no retomó su vida hasta que él de verdad falleció!

Todo lo contrario a lo que había sucedido cuando dejó a Raúl. Él le había hecho mucho daño, así que ella no lo esperó, no se obstinó en preservar ese amor y ni siquiera le dio uno o dos meses para redimirse. De inmediato registró en secreto su matrimonio con Alfredo y ¡tomó a Raúl por sorpresa! Maya era blanda de corazón, pero solo le había enseñado ese costado a Alán, que nunca la había lastimado. Era despiadada, pero solo con Raúl porque él sí la había dañado. A decir verdad, ella era la única persona que estaba abierta a los cambios en sus relaciones.

Reflexioné largo y tendido sobre la relación entre nosotras. Mientras tanto, Maya se consolaba respirando hondo y murmurando para sí misma:

—Sé que no puedo ofrecerle nada y, por mucho que me rebaje, no puedo ir más allá porque mi sitio ya está bajo tierra, ¡mientras que él se encuentra en lo alto de las nubes! No puedo creer que ahora sea la señora Lebrón.

—¡Ja, yo tampoco me puedo creer que sea la señora Genova! Maya, hemos atravesado vivencias inquietantemente similares y, aunque ambas seamos mujeres imperfectas, seguimos mereciendo el amor de otro hombre. ¿Entendido?

—¿El amor de otro hombre? —preguntó Maya desconcertada por mi afirmación.

—¿Es que no quieres que Alfredo te ame? —le devolví la pregunta.

—¿En qué estás pensando? —Maya negó con rapidez—. Te estás desviando por completo de la cuestión. Solo me pareció que estuvimos cerca anoche… En cuanto retrocedió, sentí que me recorrió un escalofrío por la espalda. Me sentí abandonada. Antes mencioné que quería hacerme la himenorrafia, no por inferioridad ni por amor hacia él. Solo quería complacerlo y que sintiera menos incomodidad.

Yo estaba desconcertada.

—¿A qué te refieres con incomodidad?

—Él practicó la abstinencia toda su vida, Gina. Nunca se acostó con una mujer, así que no quiero que lamente su primera vez.

¡No esperaba que Alfredo siguiera siendo virgen! Compartía demasiadas similitudes con Santiago. La única diferencia era que él era un ermitaño, mientras que Santiago era conocido en todo el mundo.

—¿Que lamente que no seas virgen? —pregunté sin rodeos.

—Bueno, es un hombre. Aunque no le importara, aun así, quiero complacerlo.

—Si decides hacerlo, siempre te apoyaré —la tranquilicé. Maya siempre meditaba mucho cada acto, así que era inútil que intentara persuadirla. Además, no veía nada malo en aquella decisión. A lo mejor solo tendría que soportar un poco de dolor, pensé.

—Está bien. Le enviaré un mensaje a Alfredo ahora. —Sacó su teléfono y le mandó un mensaje de voz. Ella seguía tratándolo de usted. «Señor Lebrón, estoy en camino. Le enviaré la ubicación más tarde».

«Señor Lebrón…». De pronto comprendí por qué Santiago se negaba a que lo llamara «señor Genova»; sonaba demasiado distante.

Pronto, Alfredo respondió: «Muy bien. ¿Te apetece algo?». Maya le envió otra respuesta cortés. «Nada de nada. Gracias». Alfredo contestó: «De nada». Entonces ella replicó: «Eso sería todo, señor Lebrón».

Descansé la cabeza en el hombro de Maya y seguí con la mirada perdida en su teléfono. Después de contestar al mensaje de Alfredo, empezó a responder a otros mensajes de diferentes contactos, algunos de los cuales conocía y otros no. Todas eran conversaciones triviales.

Al cabo de un rato, Alfredo le envió otro mensaje, pero de voz. «Maya, ¿por qué ya no me llamas “cariño”?». Me reí y me burlé de ella:

—¿Así que Alfredo tiene ese tipo de vicios?

Sujetó el teléfono con fuerza, con la cara teñida de carmesí.

—Siempre me ha interesado la pintura, así que me enseñó algunas técnicas cuando vivía en mi casa. Es muy bueno enseñando, pero le daba pereza hacerlo de forma regular. Luego me enteré de que su hermana le decía «cariño» en tono coqueto por teléfono cada vez que le pedía algo, ¡así que lo aprendí de ella! Cada vez que quería que me diera clases de dibujo o cuando hacía algo mal, lo llamaba así, pero todo eso ocurrió hace cinco años. Creía que ya se había olvidado.

—Parece que lo pasaron muy bien en los pocos meses que compartieron en ese entonces…