Te regalo toda una vida de amor Capítulo 368

La expresión de Joel era… ¿Cómo explicarlo? ¡Parecía estar enterrado hasta el cuello en melancolía! Una vez, él me había dicho que no era más que un simple guardaespaldas y que la mujer que le gustaba merecía un hombre como Santiago, pero recién en ese momento me di cuenta de que esa mujer era Tanya.

Lo cierto era que Tanya tenía, por decirlo de alguna manera, unas exigencias bastante altas; sin contar el hecho de que Jeremías no iba a aceptarlo como yerno. El amor de José estaba destinado al fracaso desde el principio y él era consciente de eso, por eso su tono melancólico.

Por otro lado, yo le había ordenado a Antonio que secuestrara a Jeremías si osaba salir de Bristonia. Luego lo había olvidado y no volví a preguntar sobre el tema, pero, dado que Antonio no me había informado nada nuevo, supuse que seguía allí.

—Si quieres ir, hazlo. No vivas con la duda de qué hubiese pasado. Además, yo tengo a Santiago. —Ese fue mi consejo para José. Santiago, en ese momento, estaba afuera organizando algunas cosas. Como la iluminación del dormitorio era bastante tenue, encendí el resto de las luces. Eso me permitió ver mejor la expresión vacilante de José, que quería ir a ver a Tanya, pero no tenía la seguridad necesaria para tomar la decisión. Dado que era mi subordinado, añadí con seriedad—: Es una orden.

—¿Señora? —Sonreí al verlo desconcertado.

—Tengo algo de experiencia en el amor.

Cediendo ante mi persistencia, José se marchó. Lo seguí afuera y, desde el balcón, miré el paisaje. Desde allí también se podía ver, en la distancia, la silueta alta de Santiago. Estaba discutiendo algo con Joel y pareció notar que alguien lo estaba espiando, porque se volteó hacia donde yo estaba y me dedicó una mirada cariñosa con sus ojos profundos. Mi corazón extenuado se calmó gracias a su mirada amorosa. Sabía que nada malo iba a sucederles a nuestros hijos, sobre todo porque estaban con Roberto, que no les iba a hacer daño. Él siempre había priorizado a la familia, y los pequeños eran descendientes de nuestra madre. Sus acciones podían ser equivocadas, pero no por eso iba a hacerles algo malo a ellos. Lo más probable era que se los hubiera llevado en un ataque de ira por no poder aceptar que la madre de Santiago había matado a nuestra madre; así, el secuestro era una especie de venganza. Quería vengarse de Santiago, ¡pero también me estaba afectando a mí!

Desde la distancia, sonreí y moví los labios para decirle a Santiago que me encontraba bien. Esa vez no le estaba mintiendo, ya que había aprendido a mantener la calma cuando me encontraba frente a una crisis. Ya no era la niña inocente que solía ser.

La expresión de Joel era… ¿Cómo explicarlo? ¡Parecía estar enterrado hasta el cuello en melancolía! Una vez, él me había dicho que no era más que un simple guardaespaldas y que la mujer que le gustaba merecía un hombre como Santiago, pero recién en ese momento me di cuenta de que esa mujer era Tanya.
Me di vuelta y dejé el balcón para regresar al dormitorio. En el camino, divisé a un niñito que salía de una habitación a toda prisa; llevaba pan y una botella de leche en las manos. Una criada salió corriendo tras él, pero el niño fue más rápido y pronto desapareció por el jardín. ¡No quería mi lástima, pero debía robar para poder sobrevivir! Si aquello continuaba, su desarrollo podía verse afectado. Tuve el deseo de que lo pensara mejor y me buscara pronto. En realidad, sentía que me estaba comportando de manera extraña: no era que no fuera una persona benevolente, pero por alguna razón le había tomado un afecto peculiar a aquel muchachito. Incluso deseaba criarlo dentro de la familia Genova. Con un suspiro, me retiré al dormitorio y me metí en la cama sin demora. No había dormido ni media hora cuando Santiago llegó y lo escuché quitarse la ropa. Entredormida, giré y observé con los párpados semiabiertos la mancha borrosa que se movía por la habitación.

—¿Está todo listo? —pregunté.

—Sí. Van a arrinconar a Roberto ni bien aterrice en Irlanda.

—No será demasiado tarde si viajamos mañana temprano.

—Te ves muy cansada. Duerme un poco más.

Con su voz cálida, me arrulló para que me durmiera. Cerré los ojos y caí en un sueño donde todo era blanco y neblinoso. Desde la niebla, me llegó una voz fría que impartía órdenes:

—Reina no puede sobreexigirse. Eso afectaría su recuperación. Dile a Antonio que me informe de cualquier problema que enfrente la familia Genova de ahora en más. Yo me ocuparé, no quiero que la carguen con esas cuestiones.

—¿Por qué no le arrebata el poder de la familia, señor Genova? —inquirió otra voz con curiosidad—. La señorita Esquivel no tendría que ocuparse de todo si usted asume el rol de jefe de la familia. Ella y sus hijos podrían pasar los días sentados a su lado.

—Ella no tiene esa confianza, Joel. —La voz hizo una pausa y luego explicó—: Ella cedió la responsabilidad de la familia una vez por amor, pero esa persona le quitó todo. Desde ese momento, se dio cuenta de que, si bien el amor es algo precioso, también es necesario que ella tenga el poder en sus propias manos. No puede cometer el mismo error tonto del pasado y entregar todo el poder. Ha aprendido a protegerse y a ponerse como prioridad. Y esa es la versión de Reina que me gusta ver.

—Entiendo, señor Genova.

Se hizo el silencio y fui arrastrada hacia un sueño profundo. Al final, me había dado por vencida y había caído rendida en brazos de Santiago. Cuando desperté, supe que había soñado algo bastante importante, pero no pude recordar qué era. Santiago tenía el sueño liviano, por lo que, al sentir que yo me movía, abrió los ojos. Me estiré encima de él y murmuré:

—¿Ahora vamos a ir a buscar a los niños?

Eché un vistazo hacia la ventana y vi que el sol estaba saliendo lentamente y el cielo nocturno daba paso al amanecer.

—No pareces tan preocupada. Dormiste muy bien —dijo entretenido.

—Están con Roberto. Él no les hará daño —repuse. Santiago me jaló hacia su rostro.

—¿Confías en él?

—Sí. El amor de una familia es lo que más falta le hizo en su vida.

Dejando de lado esa línea de conversación, posó la mirada sobre mi mano y preguntó con frialdad:

—¿Dónde está el anillo que te di?

¡Se refería al anillo de compromiso! El pánico me invadió poco a poco mientras recordaba cómo se lo había arrojado a Antonio en el momento en que lo recibí. Incluso le había pedido que se deshiciera de la joya. «Ay, no. Y ahora, ¿qué hago?», pensé.

—¿No lo ves? —bromeé levantando la mano. Él entrecerró los ojos.

—Sabes de lo que hablo.

—Quizá se me cayó dentro de la casa. —Me hice la tonta con la esperanza de distraer su atención. Él aún llevaba puesto el anillo que yo le había dado en su cumpleaños, dos años antes. En ese tiempo, él estaba en prisión.

—Lo tiraste —dijo sin embargo al darse cuenta de todo.

No supe qué responderle y decidí que el silencio era la mejor estrategia. No pensaba admitir que lo había descartado, y él tampoco me presionó. En cambio, se levantó y se cambió de ropa delante de mí. Se puso una camisa blanca. De repente, recordé que habíamos salido deprisa y no habíamos terminado de organizar las cosas en la casa de campo de los Genova. ¡Elisa aún no había sido enterrada! Mientras Santiago se anudaba la corbata, pregunté:

—¿Y tu madre?

—No hay apuro —respondió y me explicó su plan—: Les he ordenado que congelaran el salón. El clima no está cálido. Podemos retomar el funeral una vez que hayamos recuperado a los niños.

Dado que él tenía un plan, decidí no preocuparme más por el tema. Santiago no se puso su traje usual con saco, sino que eligió una chaqueta de cuero para cambiar un poco; eligió un reloj con bordes verdes y una pulsera Cartier.

—¿De dónde salió esa pulsera? —pregunté con curiosidad. Me miró.

—¿Te gusta?

La pulsera Cartier era una pieza de joyería muy costosa que tenía diamantes incrustados, y su diseño sofisticado le daba un aspecto aún más digno de la realeza.

—Es muy hermosa —admití. Santiago sonrió como respuesta.

—Prepárate. Iremos a Irlanda. Oí que Emilia se casó allí.