Te regalo toda una vida de amor Capítulo 320

Raúl llevaba dos días trabajando bastante por culpa de Ana. Yo había recibido un mensaje de Cristóbal el día anterior que decía que, si bien ella seguía tras las rejas, Raúl ya había presionado a los altos mandatarios. En suma, debíamos esperar un par de días más. «No me importa cuánto tiempo esté presa; me conformo con que pase un día entero en la cárcel y con saber que Maya jamás la va a perdonar por lo que hizo», pensé.

—No te preocupes por Ana, ¡solo mantente fuera de nuestro camino! —soltó Raúl en el teléfono, y luego suspiró en voz alta y agregó—: Se lo debo. Por eso debo salvarla.

—¿Ahora somos amigos? —le pregunté, confundida. Cuando entendí lo que intentaba hacer, dije con voz entrecortada—: ¡Ah! ¡No me digas que esperas que le cuente a Maya el problema en el que estás metido! —Él no supo qué decir—. ¿Por qué no se lo explicas tú? —pregunté, y por dentro pensé: «En realidad, creo que es demasiado tarde para explicaciones. Una parte de mí quiere darle la primicia de que Maya se casó, pero no puedo ser yo la que se lo cuente. Esperaré a ver qué es lo que ella quiere para evitar causar conflictos indeseados en este momento clave».

—¡Qué novia tan idiota se buscó Santiago! —exclamó Raúl antes de colgar el teléfono sin dudar.

—Imbécil, no te mereces a Maya —murmuré con los labios fruncidos.

A continuación, le envié un mensaje de texto a mi amiga. «Raúl se comunicó conmigo para averiguar tu paradero, pero mantuve el secreto. De todas formas, no sé dónde estás. Tampoco le conté sobre tu casamiento», decía. Pasó un largo rato antes de que ella respondiera: «Estoy en Islandia». Recordé que allí era donde vivía su nuevo marido y decidí escribirle a Antonio para pedirle que investigara al hombre en cuestión. «Debo hacerlo por Maya, tengo que asegurarme de que sus intenciones con ella son buenas», me dije.

Unos minutos más tarde, Antonio respondió que no había podido encontrar nada sobre él. ¿Cómo era posible? Entonces, le detallé: «El señor Lebrón vive en Islandia y se casó con Maya en Bristonia». Su respuesta fue inmediata: «La señorita Silva contrajo matrimonio con un hombre llamado Alfredo Lebrón, pero la única información que encontré sobre él es que tiene un posgrado en finanzas de la Universidad de Cambridge. Esta falta de datos me hace pensar que es el jefe de la familia Lebrón». Me quedé atónita y me pregunté por qué Antonio había sacado esa conclusión. «¿Quiénes son los Lebrón?», inquirí, preguntándome por qué sería que jamás había oído de ellos. «Es una familia que prefiere mantener un perfil bajo; ni ellos ni sus ancestros mostraron interés en fundar su propia empresa. No tienen tanto poder como Santiago o los Genova, pero son muy ricos y son dueños de acciones de todas las empresas conocidas en todas las regiones del globo. Además, ganaron cada centavo de su fortuna por acumulación. Como no son muy conocidos, poca gente sabe de ellos. Su nombre puede no aparecer en las listas de accionistas, pero, aun así, ellos son parte. En definitiva, hay mucho que no sabemos de estas personas, pero no creo que sean una amenaza. ¡Lo que sí sé con certeza es que es absurdo lo ricos que son!», me informó Antonio. Reflexioné que el poder adquisitivo de una persona solía tener un gran impacto en su carácter y que, al parecer, ese tal señor Lebrón estaba operando bajo un seudónimo. Me pregunté cuándo habría conocido a Maya. Al notar que no seguía indagando, Antonio perdió la compostura y me preguntó el motivo de mis averiguaciones. «Hace poco se casó con Maya, ¿verdad? Estoy preocupada por la seguridad de mi amiga», expliqué. Entonces me tranquilizó diciéndome que no debía preocuparme, ya que Alfredo era conocido por su conducta huraña y que pocas veces salía de Islandia o interactuaba con extraños. Me aseguró que no creía que se hubiera casado con Maya para perjudicarla. «¿Crees que le propuso casamiento porque la quiere?», inquirí. En ese caso…

Mientras tanto, en Islandia estaba nevando. A Maya no le gustaba ese país, ya que era demasiado frío, pero su corazón latía con fuerza y estaba expectante, aunque no tenía demasiado claro qué era lo que esperaba. «¡Ah! Islandia me hace sentir muy bien. Siento que estoy en mi hogar», pensó, y ese pensamiento la hizo reírse de sí misma. Era la segunda vez que viajaba a Islandia, ¿cómo iba a ser su hogar?

En ese momento, se encontraba patinando con un malamute de Alaska junto a la cerca de la cabaña de troncos. El perro, tan alto como ella, pertenecía a la hermana menor de Alfredo, Mónica, que vivía en Reykjavik, la capital del país. La joven había tenido que viajar al extranjero y, por ende, le había dejado la mascota a su hermano por un tiempo. Alfredo no odiaba al animal, pero era evidente que tampoco sentía ningún tipo de afecto por él, por lo que les había pedido a los empleados que construyeran una cabaña de troncos pequeña cerca de la entrada para que durmiera. De todas formas, el perro, que sabía leer las expresiones faciales, le tenía terror a Alfredo y no se hubiese atrevido a entrar en la cabaña principal.

Después de patinar, cuando Maya estaba llevando al malamute a su casita de madera, recibió un mensaje de texto de Regina y recordó que no le había avisado de su viaje a Islandia. Al ver que el mensaje de su amiga era sobre Raúl, frunció el ceño: no quería pensar en él. Cada vez que lo hacía, sentía punzadas de dolor en el corazón y todo su ser se veía inundado por una tristeza indescriptible. Incapaz de definir cómo se sentía, dejó escapar un suspiro. Odiaba a Raúl, pero todavía lo amaba; había sido su mayor fuente de bienestar desde la partida de Alán. Sin embargo, ya no era parte de su vida, ¡y la forma en que la había dejado había sido muy cruel! Cuanto más lo pensaba, más se molestaba.

—¿En qué piensas, Maya? —Al oír la voz fría, pero reconfortante de Alfredo, giró y lo vio de pie cerca de ella. Estaba vestido con una túnica blanca larga con un bordado precioso de bambú y un colgante tradicional enorme. El atuendo hacía que su rostro pareciera más bello que de costumbre, como si hubiera salido de un cuadro.

—Alfredo. —La había dejado sin palabras. Él alzó una ceja.

—¿Te quedaste muda?

De a poco, ella recuperó la compostura y lo observó con solemnidad mientras él se apoyaba contra el marco de la puerta. Afuera, caían con lentitud los copos de nieve.

—Al parecer, te encanta ese tipo de vestimenta —comentó Maya.

La cabaña de troncos era de estilo japonés y tenía un extenso jardín de estilo coreano con una piscina termal en el centro. Entre la piscina y el camino principal había un sendero de piedras blancas con flores y árboles a ambos lados.

—¿Eh? —preguntó Alfredo. Luego, con la mirada fija en el cielo gris, pareció comprender a qué se refería y explicó—: Tal como te dije hace unos días, mi familia es muy estricta; pero como mi bisabuelo apreciaba mucho la cultura coreana, estuve expuesto a su influencia desde muy pequeño. Además, vivo aquí y no tengo planes de irme, por lo que este atuendo no me resulta para nada incómodo. —Hizo una pausa y agregó—: ¿Me veo muy mal?

—Te ves elegante —respondió ella sacudiendo la cabeza con fervor.

—¿Así que crees que soy elegante, mi querida esposa? —Desde que se habían casado la llamaba así, como si estuviera recalcando que era suya, y eso desorientaba a Maya, que sentía que todo el tiempo la estaba guiando. Al final ella asintió, como aturdida, y entonces él reprimió una risa y añadió—: Es la primera vez que alguien me dice eso. Mi hermana me describió como un cobarde.

—Me tratas como si fuera una invitada, Alfredo.

—¿En serio? —preguntó él con una sonrisa amable.

—Sí —repuso Maya—. Me cumples todos los deseos.

—Eso es porque eres mi esposa. —Se puso frente a ella y añadió con seriedad—: A mí no me interesa quién eras en el pasado, porque ahora eres la señora Lebrón, esposa de Alfredo Lebrón. Mi esposa se merece ese título y toda la gloria que viene incluida con él. Todo lo que alguna vez le perteneció a mi madre, ahora es tuyo y, por eso, para mí, es natural respetarte como mi padre la respetaba a ella. —De pronto se arrodilló y la túnica se extendió a su alrededor. La miró fijamente a los ojos oscuros y en voz baja, con un tono suave como la brisa y los labios curvados en una sonrisa de adoración, agregó—: Señora Lebrón, no seré yo quien rompa con la tradición más importante de mi familia.