Te regalo toda una vida de amor Capítulo 273

El inicio de la primavera francesa siempre había sido agradable, por lo que me quité el abrigo al bajar del helicóptero. Era un día cálido.

—Mamá te espera allí. —Roberto, que bajó detrás de mí, me tomó por el hombro de repente y señaló el castillo.

—¿Por qué no está en el hospital? —pregunté frunciendo el ceño.

—La atiende un médico personal en casa —explicó con una sonrisa impertinente. Le di el beneficio de la duda—. ¿Gina, de qué te proteges? —me preguntó sin rodeos con el ceño fruncido al notar que los hombres de la familia Genova rodeaban el castillo.

—He sufrido muchas pérdidas y terminado con heridas graves, por lo que tomo precauciones cuando salgo. No tengo nada en contra de ti —me excusé y me dirigí al castillo sin esperar respuesta. —¿No hay un solo sirviente en este castillo? —inquirí, perpleja al ver el lugar vacío.

—No hay muchos empleados, ya que aquí solo viven mamá y Gustavo —me explicó de manera casual.

—¿Gustavo? —Era la primera vez que escuchaba ese nombre.

—Tu padrastro y el duque del país. —El título de duque era el de rango más alto en la nobleza y su estatus era inconcebible. Al parecer, mamá se había casado con un hombre decente.

Ni bien entré al castillo, noté que lo que Roberto había dicho sobre los pocos sirvientes que trabajaban allí no era del todo cierto, ya que la vasta zona del salón estaba repleta de trabajadores atareados. En el interior, cerca de una docena esperaban en el pasillo del primer piso. Todos llevaban espléndidos uniformes de gala inspirados en el Renacimiento. El interior del castillo estaba decorado en tonos oscuros, lo que creaba una atmósfera acartonada como la de las películas. De pie en uno de los extremos del extenso pasillo, me sentí asfixiada y, enseguida, me arrepentí de haber aceptado el pedido de Roberto de venir a Francia. Sentí un fuerte impulso de abandonar el lugar, pero antes de que pudiera hacerlo, Roberto notó mi titubeo, me agarró de la mano y me apretó los dedos con fuerza. Me tomó por sorpresa e intenté librarme, pero fue en vano.

Me arrastró a lo largo del pasillo, y, finalmente, entramos en una habitación. Era enorme, tenía por lo menos mil metros cuadrados. Había una cama en el medio, y, sobre ella, una mujer de complexión pálida con un suero. Un instante después, Roberto me acercó a la cama y llamó a mi madre. Al escucharlo, la mujer hizo un esfuerzo para abrir los ojos y me observó con la mirada empañada.

—¿Cómo te sientes? —Intenté, pero no pude forzarme a llamarla «Mamá».

—Estoy bien —contestó y sonó como si me quisiera hacer sentir mejor.

—Siento haber usado uno de tus riñones —me disculpé. Ella había experimentado un fallo renal repentino algo que yo jamás había sido consciente de que podía suceder.

—No te preocupes. Eres mi hija, deseo que crezcas sana y sin preocupaciones. —Hizo una pausa y continuó con voz débil—. Nunca he actuado como una madre ni he sabido cómo hacerlo. Siento no haberte dado amor maternal. Gina, eres mi hija, mi única hija en esta vida. Aunque no sé cómo amarte, daría la vida por ti si tuviera que hacerlo. Lo haría sin dudar, es mi responsabilidad. Siempre será mi responsabilidad mientras viva.

Su vida… O un riñón. Con el corazón en la garganta, apreté los puños; me había quedado sin palabras.

—Soy una carga para ti —solté por fin. No sabía cómo ser madre, pero estaba dispuesta a dar su vida por mí. Eso era amor maternal. Desde el exterior, parecía imperturbable, como solía ser, pero en su interior, probablemente deseaba tener una relación más estrecha conmigo. Caso contrario, no le habría pedido a Roberto que me trajera. Sin embargo, a mi edad, con tantas experiencias cercanas a la muerte, ya no era tan fácil que me conmoviera o revelara mis emociones—. Lo siento, ¿qué dijo el médico? —pregunté.

—Con ayuda de la medicación mi estado es estable —respondió. El rostro de la mujer en la cama era pálido pero hermoso—. Le había prometido a tu padre que la próxima vez que nos encontráramos sería luego de nuestra muerte. Él se marchó antes que yo, pero ahora llegó mi turno. Es mi voluntad, no tienes que compadecerme.

Al oírla, recordé la lápida en la cima del Monte Amarillo. Tenía las palabras «Que nos reunamos tras nuestra muerte» grabadas. A pesar de que odiaba a mi padre, lo amaba profundamente al mismo tiempo. Y no quería que me sintiera mal por recibir su riñón. Aquel día, por fin sentí su amor por mí, oculto en lo profundo de su corazón, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Me dolía el corazón por ella.

—Rob, Gustavo llegará pronto. Me gustaría hablar con él, ¿podrías llevar a Gina a dar un paseo y volver luego de media hora? —le pidió a Roberto al notar mi expresión.

—Me rompe el corazón verla así. Todo gracias a mí. Yo soy la razón por la que está así, esto es todo mi culpa. —Solté un suspiro de impotencia luego de que Roberto me sacara de la habitación.

—¿Solo eso? —preguntó sin mostrar emoción.

—Le debo la vida. No sé qué hacer, pues soy yo la que está en deuda con ella. —Cerré los ojos inundados de lágrimas al pensar en todo ese asunto.

—Gina, ¿estás molesta porque dio su vida por ti? ¿No crees que lo único que ella quería era una hija?

—¿A qué te refieres? —Su pregunta me tomó por sorpresa.

—Eres la hija de mi madre y mi pariente más cercana. ¿Recuerdas cuando me preguntaste en qué creía?

—¿En qué crees? —le pregunté. Solía decirme que creía en la vida, que daría su vida entera para proteger lo que más le importaba. Se quedó en silencio al escuchar mi pregunta, lo que me resultó extraño, pues nunca estaba tan callado.

Me llevó a un ascensor y nos dirigimos al piso inferior. Cuando la puerta se abrió, el espacio frente a nosotros estaba completamente oscuro. Roberto estiró las manos para encender la luz. Una vez encendidas las luces, pude ver un pasillo largo y estrecho frente a mí. Aunque las dos paredes laterales estaban iluminadas, tenía un aspecto espeluznante.

—¿Dónde estamos? —quise saber, un poco inquieta.

—Adivina —me desafió con una sonrisa de oreja a oreja. Lo seguí a través del túnel, y al caminar sentí un hedor a pescado que se intensificaba al adentrarnos más en el pasadizo. También olía a carne en descomposición. Parecía que había algo podrido, por lo que me rehusé a seguir caminando.

—¿No te despierta curiosidad lo que hay adentro? Hay algo allí que te pertenece. ¿Quieres echar un vistazo? —me interrogó Roberto mientras me observaba tras notar que había dejado de avanzar.

«¿Algo que me pertenece?», pensé, y decidí seguirlo luego de considerarlo brevemente. Roberto continuó caminando delante de mí. Poco después, el aire se llenó de olor a formalina y el hedor a carne en descomposición se volvió más fuerte.

Por último, entramos a un salón al final del pasadizo y noté que en el medio de la habitación había un anciano en una silla de ruedas. El anciano clavó los ojos en Roberto y con el miedo escrito en el rostro balbuceó unas palabras en francés.

—¿Qué dice? —No entendía ni una sola palabra, así que le pedí a Roberto que me tradujera—. ¿Qué hace aquí? —agregué, mientras por dentro me preguntaba: «¿Dónde estamos? ¿Por qué hay un ascensor que llega hasta aquí de manera directa? ¿Y quién es este hombre?».

—Dijo que es el demonio. —Roberto se acercó y le dio una bofetada en la mejilla. Aunque llevaba un traje espléndido de actuación y parecía un hombre inocente con un rostro atractivo, en ese preciso momento se veía como un demonio que estaba a punto de explotar. Me forcé a caminar hacia el anciano con calma, pero mientras más me acercaba, el hedor a carne podrida más se intensificaba—. Gina, ¿te agrada el olor? —me preguntó de repente Roberto con una sonrisa antes de que pudiera descifrar de dónde provenía.