Te regalo toda una vida de amor Capítulo 264

Las palabras que dije debieron calar hondo en él, porque dio un paso atrás y su actitud se debilitó. Nicolás, que siempre había sido una persona fuerte, me miraba con los ojos enrojecidos. Indignada, rematé:

—¡Fuiste demasiado lejos!

Él había traspasado los límites. Al verme tan disgustada, bajó la voz y murmuró:

—Resolvamos el problema que tenemos entre manos ahora, ¿de acuerdo? —Se refería a mis hijos. De inmediato salí corriendo y él fue detrás de mí—. Gina —me llamó cuando estaba a punto de subir al auto, pero lo ignoré y me fui.

Unos minutos después, me detuve a un lado de la calle y llamé por teléfono a Benedicto. Como no contestó la llamada, me apresuré a regresar al chalé, busqué a José y los dos partimos en helicóptero rumbo al chalé de la montaña.

Como era usual, había mucha actividad allí y había niños jugando, pero no vi a los mellizos. Pensé que debían estar dentro de la vivienda. Cuando me acercaba a la entrada, llena de nervios, la niñera me vio y se acercó con una criatura en brazos.

—Este es Escorpio —dijo. El niño tenía unos cuatro meses.

—¿Dónde está Leo? —pregunté con sequedad y hablando entre dientes.

—No estoy segura. Desde que regresé tras el receso de Año Nuevo no he visto a Leo ni a León. Le pregunté a la señora Mora y me dijo que estaban viviendo con sus padres —explicó la mujer. ¿Sus padres? El corazón se me estremeció.

—¿Están en Aselia?

—No lo sé —repuso la mujer sacudiendo la cabeza.

—¿El señor Mora está en casa? —pregunté, frenética. Ahora que sabía que Leo y León eran mis hijos, estaba feliz y quería conocerlos lo antes que fuera posible. «Quiero abrazarlos, acariciarles la carita, tomarlos de las manos y darles el pecho, como hacen las madres. Aunque… ya no puedo amamantarlos. Ni siquiera tengo derecho a hacerlo», pensé, y me sentí devastada.

—No, el señor aún está en Aselia.

Dado que no podía ponerme en contacto con él en ese momento, no tenía forma de preguntarle dónde estaban mis hijos.

—¿Y la señora Mora? —insistí.

—Llegará mañana —respondió. Pero yo no podía esperar hasta el día siguiente, por lo que giré y le ordené a José:

—Prepara todo. Nos vamos a Aselia.

Ya era medianoche cuando llegué a Aselia con José y, cuando entré a la Residencia Mora y pregunté por Benedicto, supe que estaba cenando. Se mostró confundido de verme, así que fui al grano y le pregunté dónde estaban mis hijos.

—No están aquí —respondió dudoso.

—Entonces, ¿dónde están? —Mi corazón dio un vuelco al escuchar eso. «No les sucedió nada malo, ¿verdad?».

—Los hombres de Santiago se los llevaron hace una semana —me informó.

—¿Qué quieres decir? —repliqué perpleja ante esa información. «¿Santiago siempre supo de su existencia? Si es así, ¿por qué no me dijo nada? ¡Sabe que me importan mucho!».

—Que los niños están en casa de Santiago —explicó Benedicto.

—Gracias —respondí al recuperar la compostura. A pesar de que no sabía por qué Nicolás había dejado que la familia Mora criara a mis hijos, debía agradecerle a Benedicto por haberme ayudado con ellos durante tanto tiempo. Además, también me había informado de su paradero.

Con esa información, José y yo abandonamos la Residencia Mora enseguida. Una vez en el helicóptero, me habló del paradero de Santiago.

«¿Por qué está de vuelta en Finlandia? Bueno, pasa la mayor parte del tiempo allí».

—¿Está solo? —pregunté.

—No estoy seguro. No sé mucho.

Como aún seguía traumatizada por el secuestro de Dimitri, estaba en alerta máxima y le pedí a José que tuviera cuidado.

Cinco horas habían pasado cuando llegamos a la residencia en Espoo, Finlandia. Sin embargo, por la diferencia horaria, allí era la misma hora que a la que había llegado en busca de Benedicto.

Que no estuviera nevando en Finlandia era un hecho extraño. Las luces de la residencia de Santiago estaban prendidas, y los hombres que custodiaban la puerta eran los mismos que la familia Genova había enviado a protegerme. A pesar de estar reticente a avanzar, extrañaba mucho a mis hijos, así que me armé de valor y llamé a la puerta, pero nadie respondió. Sabía que Santiago estaba ignorándome. Pensé un momento y, al final, le envié un mensaje a Lucas.

«¿Puedes agregarme al grupo de conversación, Luc?», le escribí.

«¿Qué te hizo cambiar de opinión?», respondió él.

«¡Por favor!».

Finalmente, me invitó a unirme al grupo, entonces envié un mensaje allí para Santiago.

«Hace bastante frío en Finlandia, Santi».

Él siguió ignorándome, así que escribí otro mensaje.

«Tengo frío».

Santiago siempre me había consentido, por lo que supuse que su corazón se ablandaría si me disculpaba frente a sus amigos, pero él seguía sin leer mis mensajes.

En ese momento, cuando parpadeé, sentí cómo mis ojos se llenoaron de lágrimas. El viento de Finlandia cobró fuerza de repente y la temperatura se hizo más fría que los días de nieve. Además de todo, la herida en mi abdomen comenzó a doler. Justo cuando estaba por enviar otro mensaje al grupo, Romina envió un video, ¡era la grabación del momento en que abofeteé a Nicolás en su empresa! ¡Pero ese no era el problema, lo peor eran mis palabras! Aunque parecían crueles, estaba hablando de los sentimientos que tenía por él en el pasado. Ese video iba a empeorar mi relación con Santiago y lo haría más reacio a verme. Sin embargo, mis hijos estaban en sus manos, ¡tenía que verlo!

Cuando sentí que la ira comenzaba a brotar en mi interior, llegó otro mensaje de Lucas al grupo.

«¿Por qué envías esa basura? Te expulsaré del grupo».

¡Enfrentó a Romina sin dudarlo! De repente, el grupo se quedó inactivo. Pero cuando empecé a pensar que Santiago no iba a aceptar verme, envió una serie de números al grupo:

«9977».

«¿Qué es eso, Santi?», preguntó Luc, confundido.

Nadie sabía qué eran esos números, pero yo sí. Al final, había logrado conmoverlo. Después de ingresar la contraseña de entrada al chalé y abrir la puerta, noté que la sala estaba vacía. Entonces, me saqué los zapatos y, nerviosa, subí las escaleras. Encontré a Santiago escribiendo en el estudio, con la cabeza baja y el bolígrafo en la mano. ¡Estaba muy concentrado!

—Santi —dije con delicadeza. Como permaneció en silencio, insistí—: Santi.

Él no respondió. Sabía que aún estaba enfadado conmigo y que mis intenciones no eran puras, pues solo quería ver a mis hijos. No importaba que no me dejaran llevarlos conmigo, ya que no era una persona apropiada para ser madre. A fin de cuentas, ¿cómo podía serlo estando enferma de gravedad?

Con eso en mente, dejé las emociones de lado y dije:

—Lo siento, Santi. —Después de todo, no presentarme esa noche había sido mi culpa.

De repente, él dejó el bolígrafo.

—¿Qué hiciste mal? —preguntó. Mi corazón se estremeció ante su mirada furiosa, así que agaché la cabeza y no me atreví a decir nada. Sentía un miedo mortal. Al ver que no iba a responder, él se levantó para posarse frente a mí; era alto y casi llegaba a cubrirme con todo su cuerpo. Luego me tomó el mentón con dos dedos y me obligó a mirarlo a los ojos—. Dime qué hiciste mal —insistió. Era la primera vez que hacía algo tan frívolo conmigo. Mientras lo miraba desconcertada, su voz gélida atravesó mi corazón—. Regina, ¿crees que no tengo límites y que te dejaré pasarte de la raya una y otra vez?

Sus palabras demostraban que no iba a perdonarme. Quería darle explicaciones, pero me di cuenta de que no sabía por dónde empezar. Después de un momento de desconcierto, pregunté:

—¿Dónde están los niños?

De pronto, Santiago me soltó y me miró con ojos sombríos.

—No hubieras entrado a esta casa de no haber sido por ellos, ¿verdad?