Te regalo toda una vida de amor Capítulo 259

—Gina, sé muy bien lo que se siente al perder a la persona que amas. Estoy segura de que lo sentiste al perder a Nicolás en el pasado. Por eso deseo que no tengas que arrepentirte de nada en tu nueva relación. Siempre te apoyaré cuando se trate de encontrar la felicidad.

Mientras las palabras de Flor seguían resonando en mi mente, el dolor que había sentido la primera vez que perdí a Nicolás comenzó a resurgir del fondo de mi alma. Era terrible, ¡se sentía como si estuviera muriendo! Corté la llamada deprisa y abrí la puerta. José y los demás estaban descansando en el departamento de al lado y no quise molestarlos, así que me fui sola. Cuando subí al ascensor, sentí una sensación como de trance, como si no pudiera sostenerme en pie. Sacudí la cabeza, salí a la calle y me acerqué al cordón para hacerle señas a un taxi, pero de pronto alguien se acercó a mí y sentí aquel perfume fresco y conocido que estaba sepultado en lo más profundo de mis recuerdos. Desconcertada, me di vuelta.

—¿Qué haces aquí?

—Lo de ayer fue culpa de los Ferreiro. —La voz del hombre estaba cargada de dulzura—. Sé que tú y Maya son como hermanas y que te debes sentir muy mal, por eso quise ir a buscarte anoche, pero estabas con Santiago… Gina, quiero estar a tu lado. —Nicolás quería ser el hombre que me acompañara en esto; quería reemplazar a Santiago, pero no se atrevía a decirlo en voz alta. Yo, por mi parte, no quería tener nada que ver con él, por lo que lo ignoré completamente. Sin embargo, no se incomodó—. ¿A dónde vas? —me preguntó en cambio. Yo seguí sin prestarle atención, entonces dijo en voz baja—: Gina, han pasado dos años, ¿aún estás enojada conmigo? —Había una gran diferencia entre la personalidad de Nicolás y la de Santiago: el último era un hombre resuelto que cumplía su palabra, pero a quien le daba pereza dar explicaciones y eso lo volvía una especie de máquina indiferente. Nicolás, por el contrario, sabía cuándo rendirse ante un problema y cuándo no. También podía mostrarse débil frente a mí, y daba la casualidad de que yo era una persona que se ablandaba con facilidad. Él lo sabía muy bien. Me clavó sus ojos oscuros y agregó casi sin voz—: Sé que la última vez me equivoqué, ¡pero nunca pensé en lastimarte después de eso! Si pudiera volver atrás, haría lo mismo. Ningún dolor se compara al de haberte perdido, estaría dispuesto a correr el riesgo de comprobarlo. ¡Nunca imaginé que la mujer que me amaba tanto y que quería casarse conmigo se iba a rendir a mitad de camino y se iba a enamorar de otro hombre!

Sus palabras se clavaron como cuchillos en mi corazón y sentí como si tuviera algo trabado en mi interior. Me dolía todo el cuerpo y el mundo daba vueltas. Sacudí la cabeza una vez más y dije con calma:

—Entiendo por qué hiciste lo que hiciste en aquel entonces y creo que yo hubiese hecho lo mismo en tu lugar, pero me lastimaste tantas veces antes de eso que construí una muralla en mi corazón para que no pudieras pasar. —El suelo estaba mojado porque acababa de llover, y mis tacones estaban cubiertos de agua con barro, lo cual me hacía mal de solo verlo. Tras una respiración profunda, dije con determinación—: Lo siento. Sé que ambos tenemos cosas de las que nos arrepentimos, pero igual debo decir que Santiago es la persona a la que amo —confesé. Amaba a Santiago. Amaba a ese hombre que, aunque siempre tuviera cara de póquer, me protegía y me consentía, y solo lo necesitaba a él por el resto de lo que me quedaba de vida. «¡Iré a buscarlo ahora mismo! Quiero estar a su lado», me dije. Sin embargo, de repente, una oleada de sabor a sangre subió por mi garganta. Me obligué a tragarla y me despedí—. Tengo algo que hacer, debo irme.

Detuve un taxi y me subí, pero una sensación repentina de debilidad me invadió de pronto y, cuando el chofer me preguntó a dónde iba, tardé bastante en recordar que Santiago había mencionado un chalé en la playa. En cuanto le di la dirección, la picazón en mi garganta se volvió insoportable y comencé a toser sin parar.

—¡Qué fastidio! —se quejó el taxista.

Lo ignoré y me cubrí la boca para seguir tosiendo. Nicolás, que estaba al tanto de mi enfermedad, abrió deprisa la puerta del auto para saber si estaba bien. Se lo notaba preocupado. Cuando bajé la mano y vi que estaba cubierta de sangre, quedé conmocionada. Nicolás me ayudó a bajar del auto y me llevó al de él.

—Nick, no creo que él pueda perdonarme otra vez. Llévame al hospital —le pedí con una sonrisa.

—Gina…

Mientras sonreía, las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas y una sensación de desesperanza me invadió el corazón.

—Es cierto que perdí un hijo y que ya no estoy calificada para volver a ser madre —mascullé—, ¡pero igual quiero vivir! Quiero estar a su lado, ¿por qué Dios tiene que ser tan cruel conmigo? Lo único que quiero es un cuerpo sano.

—Lo siento —dijo Nicolás sollozando—. Yo te hice esto. ¡Yo soy quien te robó la salud!

Era cierto. Él me había provocado el cáncer endometrial, ¡él era quien había permitido que estuviera siempre al borde de la muerte! Lo odiaba tanto que quería matarlo, pero debía culparme a mí misma por permitirle que me tratara tan mal. Sentí que estaba por desmayarme; estaba tan debilitada que no tenía siquiera energía para hablar. De pronto, sentí algo frío en la comisura de mis labios y estiré la mano para tocarlo, pero no pude saber qué era.

Cuando recobré la conciencia habían pasado cuatro horas y estaba en el hospital. Me encontraba acostada en una cama y Nicolás estaba a mi lado en una silla, sosteniéndome la mano con fuerza, como si temiera que me esfumara. Retiré la mano de entre las suyas.

—El médico dijo que tu estado está empeorando —declaró él con una expresión de disgusto. Cerré los ojos.

—Lo sé —respondí. Él se quedó unos instantes en silencio antes de volver a hablar.

—La medicina que estás tomando sirve para controlar la enfermedad, pero solo hasta cierto punto. Debes dejar de hacerle daño a tu cuerpo, ¿sí? Ya no puedes enfermarte ni lastimarte; debes permanecer abrigada y no debes pasar más tiempo deprimida. —Le respondí apenas con un «Ajá», pero a él no le importó y continuó hablando—: El médico hizo una sugerencia: dijo que el mejor tratamiento para ti ahora es que te extraigan el útero para evitar que tu estado empeore. Creo que es una buena opción, al menos eso…

—¿Hará que aumenten mis probabilidades de sobrevivir? —lo interrumpí con impaciencia—. Al fin y al cabo, el cáncer no tiene cura, ¿o no? —Él se quedó en silencio y yo añadí, riéndome de mí misma—: El señor Benavides dijo que estaba curada después de la cirugía, hace dos años, pero ahora la enfermedad regresó. ¿Hay realmente una cura para mí? —Al ver cómo sufría, él se inclinó y me abrazó. En silencio, dejé que las lágrimas cayeran por mis mejillas y sentí pena por mí misma. «Todo lo que deseo es amor, ¿por qué es tan difícil?», me pregunté. Después de unos segundos, lo aparté—. Debes irte.

No intentó quedarse, sino que me recomendó que descansara y dejó la habitación. Pasé la noche entera con la mirada fija en el tubo de la infusión intravenosa. Al día siguiente, el médico vino a verme y me preguntó si aún tenía dolor en el cuerpo. Asentí.

—Solo un poco, no es insoportable.

Gracias a la medicina y a la infusión de sangre, el dolor físico había menguado bastante y se podía decir que era tolerable. El médico se paró frente a la cama para actualizar el registro y se quedó un buen rato.

—Señora —dijo por fin tras unos segundos de duda—, debe aceptar la cirugía. Es una extracción, pero… Para poder controlar su enfermedad… —Estaba midiendo sus palabras porque me temía y tenía terror de ofenderme, pero yo, después de una noche entera de organizar mis sentimientos, estaba muy calmada.

—¿Dejará secuelas? —pregunté sin levantar la vista.