Te regalo toda una vida de amor Capítulo 257

—Mataré a Nicolás si vuelves a mencionarlo.

Sentí la respiración de Santiago en el rostro. Había usado un tono suave, pero el impacto de su frase fue enorme, dado que yo sabía que era un hombre de palabra. Como no sabía qué hacer conmigo, usó a Nicolás en mi contra, lo cual, de hecho, funcionó: a partir de su amenaza, me contuve de nombrarlo. No obstante, seguía sintiéndome avergonzada por la situación en la que estábamos, por lo que le lancé una mirada asesina.

—¡Suéltame! —mascullé. Estar entre sus brazos me hacía desearlo y no tenía más opción que intentar escapar. Sin embargo, mis palabras no tuvieron el efecto esperado, sino que hicieron que me cargara en brazos de inmediato y me llevara dando trancos hasta el sofá. Por un instante me quedé atónita, mientras me hundía en la superficie amplia y suave. Entonces, se quitó el abrigo en frente de mí y quedó vestido con una simple camisa blanca que dejaba entrever su figura fuerte y esbelta. Cautivada por su belleza, de pronto me sentí algo mareada—. ¿Qué quieres? —pregunté tras una inhalación profunda.

Su rostro estaba igual de calmo que siempre, pero seguía sin prestarme atención. Su expresión indiferente le daba un aspecto de asesino frío y calculador. Llevó los dedos finos al cuello de la camisa y comenzó a desajustar la corbata para luego arrojármela. Me incorporé de inmediato, pero, sin perder la calma, me amenazó:

—No vuelvas a moverte.

«¿¡Y crees que te voy a obedecer!?», declaré para mis adentros, y me puse de pie para abandonar el lugar. No obstante, Santiago me agarró de la muñeca y me atrajo hacia su cuerpo una vez más. Estábamos tan cerca que podía sentir su calor y el deseo que lo quemaba, y me ruboricé de inmediato por la vergüenza. Seguí luchando para liberarme de su abrazo, pero fue en vano: era un hombre que entrenaba el físico todo el tiempo, mientras que yo no era más que una joven con el cuerpo debilitado. El hecho de que pudiera retenerme sin esfuerzo me puso tan nerviosa que casi me largo a llorar. Me daba temor estar tan cerca de él, sobre todo porque no sabía si era capaz de soportar su seducción. «¿Cómo debo hacer para rechazarlo?», me pregunté. En ese momento, él tomó la corbata del sofá y me ató las manos. Se me ocurrió llamar a José a los gritos, pero me di por vencida antes de intentarlo cuando recordé lo mucho que Santiago lo intimidaba. Mientras pensaba en eso, él ya se había desabotonado la camisa y se podía ver parte de su pecho. Estaba cubierto de cicatrices, pero eso no afectaba su atractivo en absoluto, ¡seguía siendo mortalmente cautivador! Se quitó la camisa y me la arrojó, y quedó vestido solo con el pantalón y el cinturón. «¿Qué está haciendo? ¿Acaso va a…? ¡Pero es de día! ¡Y José y los demás están haciendo guardia en la puerta! Además, ¡en el estado actual de nuestra relación sería muy inadecuado hacer algo así!», reflexioné, presa de tal ansiedad que había palidecido. Sin embargo, de improviso, él se sentó y me desató las manos.

—Reina, ayúdame a vendar la herida —me ordenó con toda tranquilidad. ¿De veras estaba tratando de pedirme ayuda? ¿Me había imaginado todo lo demás? Se me ensombreció el rostro y lo observé allí sentado, delante de mí, dándome la espalda. Solo entonces me di cuenta de que tenía heridas en la espalda que parecían haber sido infligidas por un cuchillo. A pesar de no querer ayudarlo, por dentro me sentí muy triste por él, así que me levanté y, sin decir una palabra, fui a buscar el botiquín. Pensé en aplicarle el ungüento con fuerza, pero luego no pude hacerlo y simplemente hice lo que me había pedido. Después de eso, el humor de Santiago ya no estaba tan volátil como antes y suspiré aliviada. Sin embargo, en cuanto me levanté para dejar el botiquín, su mirada penetrante se posó en mí—. Sé que la residencia de Nicolás está colina abajo —dijo con voz grave—, pero ahora están los Mora allí, por lo que esa reconciliación de la que hablas no es real. Además, lo estás usando para provocarme porque quieres que me mantenga alejado de ti. —Él siempre sabía lo que había en mi mente. Me alejé un poco en el asiento y le recordé:

—Santiago, no importa en qué estabas pensando la última vez, pero tú iniciaste nuestra ruptura. ¿Por qué debería hacerte caso ahora que quieres regresar? —Mientras hablaba, pensaba: «Siento deseos de estar con él a pesar de que me lastimó antes, y es porque sé que no tuvo la intención de hacerlo. Perdoné a Nicolás tantas veces, ¿por qué no le doy una oportunidad a él? ¡No puedo quitármelo de la cabeza! Pero mi cuerpo… mi cuerpo se ha convertido en un obstáculo. Simplemente no puedo hacerlo».

—¿Estás diciendo que quieres dejarme? —preguntó él con las cejas en alto.

—Así es. No quiero tener ningún tipo de vínculo contigo.

—¿Desde cuándo me haces berrinches, Reina? —dijo con un suspiro—. Recuerdo que, cuando recién nos conocimos, me temías, me respetabas e incluso deseabas que te besara. ¿Qué pasó? —Hizo una pausa y agregó con un tono amigable—: Te veo muy decidida a alejarte de mí, pero ¿de veras crees que puedes rechazarme ahora que ya me sedujiste? Reina, sabes mejor que nadie la clase de hombre que soy. No soporto la idea de amenazar a la mujer que quiero, pero eso no quiere decir que no pueda hacerlo. Te permito hacer lo que quieras, pero hay un límite, y que se te ocurra distanciarte de mí implica traspasarlo. —En nuestra primera visita a Espoo, en Finlandia, cuatro meses después de la «muerte» de Nicolás, me había encontrado en una situación, en la cama de Santiago, en la que no podía contener mi deseo de besarlo sin que se enterara, pero al final él se había despertado. Sin perder la calma, me había preguntado si quería que me besara. Yo obedecí a mi corazón y asentí, pero entonces me hizo una pregunta extraña: «¿Sabes lo que eso implicaría?». En aquel momento él era mi hermanastro, y ese beso convertiría nuestra relación en algo un poco extraño. Ambos lo sabíamos muy bien, pero, así y todo, me besó. «Te concederé lo que quieres», fueron sus palabras. Lo hizo porque era lo que yo quería y no importaba lo irracional que fuera mi deseo. Al recordar ese incidente, me di cuenta de que, a pesar de su aparente severidad y frialdad en aquella época, me consentía mucho. De pronto, Santiago se percató de que yo me había quedado callada y se puso de pie. —Piénsalo. Te estaré esperando en el chalé de la playa toda la noche. Si no apareces… —Me lanzó una mirada de soslayo—. No soy un santo, cariño. —Me estaba amenazando de manera tanto explícita como implícita: si yo no decidía regresar con él, me obligaría a hacerlo. «¡Qué egoísta! ¡No me da la opción de elegir! Pero ¿cómo puedo volver a acercarme a él?», me pregunté. Mantuve los labios apretados y no dije ni una palabra. De pronto, Santiago se inclinó y me besó en la mejilla, como si fuera una niña; desconcertada, me llevé la palma de la mano al lugar donde me había besado y lo miré a los ojos. —Te estaré esperando —repitió entonces con una sonrisa. Luego, se puso la ropa y salió deprisa. Oí el ruido del helicóptero afuera y, cuando salí, ya se había marchado.

Mientras los ojos se me llenaban de lágrimas, le pregunté a José:

—¿Alguna vez te pasó que debías tomar una decisión y no podías hacerlo? Amas a alguien, pero no tienes más remedio que alejarte.

—¿Por qué lo deja, señora? —repuso él, confundido. Por dentro, respondí: «Por mi salud… No debería usar eso como excusa para rechazarlo, pero soy una persona sin futuro. Si quiere odiarme, dejaré que lo haga. Se sentirá mejor cuando yo ya no esté».

—Yo también tengo mis problemas, José —respondí en cambio. Él pensó durante un momento antes de volver a hablar.

—Señora, ahora que el señor Genova ha encontrado este lugar, no la dejará escapar. Y si intenta hacerlo, terminará teniendo más problemas.

Al oírlo supe que no tenía escapatoria. Irritada, fui a mi cuarto, pero el rostro de Santiago seguía rondando mis pensamientos. «La verdad es que no quiero perderlo. Lo amo muchísimo, más de lo que amaba a Nicolás», reflexioné. Tras un profundo suspiro, desbloqueé mi teléfono y vi que Lucas había escrito en el grupo de conversación en el que también estaba Santiago: «Santi, ¿vas a regresar a Eldamia?». Unos minutos más tarde, Santiago le respondió que sí, que lo haría al día siguiente. Yo sabía que, en ese momento, él estaba esperando que tomara una decisión. Entonces, con total descaro, Lucas escribió: «¿Te estás quedando en Bristonia para hacerle compañía a Reina?». La respuesta de su amigo no se hizo esperar: «¿Y a ti qué te importa?». Salí del grupo enseguida, pero Lucas me mandó un mensaje privado que decía: «Reina, Santi jamás responde los mensajes en el grupo; empezó a participar ahora que sabe que estás tú. ¡Tienes que quedarte!».