Te regalo toda una vida de amor Capítulo 246

«No hay ocasión en la que no vea a Eric con su par de auriculares y es solo cuando no los trae puestos que no puede escucharme. Supongo que sí está sordo. ¡No puedo creer que ya lo llamé sordo dos veces!»

Entre más me pedía Eric que le explicara de lo que hablaba, más culpa sentía. Al final, le dije que lo olvidara.

—Basta. José y tú tendrán que ir a comprar decoraciones navideñas. Te espero en el chalé.

Sorprendido, preguntó:

—¿De verdad me estás dejando ir contigo?

Volteé mis ojos y le dije refunfuñando:

—Puedes negarte, si quieres.

No me atrevía a rechazarlo.

Al oír esto, Eric sonrió y dijo:

—Sabía que no podrías evitar ser amable.

No dije nada después de esto.

Luego, regresé al chalé mientras Eric y José buscaban los adornos navideños. También les pedí que compraran otros veinticinco regalos de Navidad. Eran casi las nueve de la noche para cuando la nieve comenzó a ceder. Yo estaba en la cocina junto con otros guardaespaldas.

José y Eric llegaron después de la cena con un montón de cosas. Luego, colocaron las luces de navidad y colgaron el muérdago. También pusieron y decoraron el árbol.

Puesto que los veinticuatro hombres que me protegían no podían regresar a sus hogares, los invité a que cenáramos juntos. Mirar sus nuevos rostros me hacían extrañar a los veintitrés que había perdido. Estos no eran más que personas de carne y hueso que buscan sobrevivir a mi lado, pero me era imposible darles paz y estabilidad. Podía sentir como el odio se acumulaba en mi interior tan solo de pensar en esto.

Ofrecí un brindis durante la cena. Levanté mi copa y dije agradecida:

—Un brindis por el futuro y por todos los aquí presentes y su dedicación hacia a mí.

José se apresuró a responder:

—Señorita, no es más que nuestro deber.

En respuesta, apreté los labios y dije:

—Gracias por su aceptar quedarse a mi lado.

Su mera presencia me brindaba una calidez indescriptible.

Luego, incliné la cabeza hacia atrás para beber el vino. La garganta me ardía y me sentía un poco mareada. A mi lado se encontraba Eric, quien se dio cuenta de que algo no andaba bien, por lo que estiró su brazo y me sostuvo de la cintura antes de preguntar:

—Gina, ¿estás bien?

Asentí con la cabeza y bajé la copa.

—Estoy bien —dije.

La cena terminó cerca de la medianoche. Luego, me llevé los regalos de José a mi recámara. Eric fue detrás de mí y se sentó sobre la cama. No tenía interés en hablar con él, así que tomé algunas cajas y comencé a envolver los regalos. Todos los regalos eran igual de caros y lujosos. Pasé un aproximado de veinte minutos envolviendo los regalos y, al terminar, faltaban tan solo diez minutos para que fuera Navidad. Dejé que Eric fuera quien entregara los regalos a José y a los demás de mi parte. Y así, Eric tomó los regalos y salió de la habitación.

«Me duele la cabeza. Debe ser por el golpe de Santiago. El golpe estuvo tan fuerte que comencé a perder el conocimiento casi al instante. No tardé mucho en desmayarme y, al despertar, me apuñalaron en el abdomen. ¡Dimitri dijo que había sido Santiago, pero no quería creerle!»

Cerré mis ojos y me recosté sobre la cama. Eric regresó en poco tiempo y se recostó a mi lado.

—¿No te sientes bien? —preguntó con voz suave.

Mantuve mis ojos cerrados y le recordé:

—Espacio personal.

Pero Eric me contradijo con voz gentil:

—Pero soy tu hermano mayor.

No puede decir nada ante su respuesta. Era cierto que compartimos una madre, pero no compartimos sangre. Además, me rehusaba a aceptarlo como familia. Luego, giré mi cabeza para mirar su delicado rostro y noté sus auriculares. Quería preguntarle algo, pero tenía miedo de lastimarlo. Así que, me quedé callada y no lo molesté. Eric, por su parte, se mantuvo a mi lado sin perturbarme.

Minutos después, al otro lado de la ventana, los fuegos artificiales comenzaron a estallar en el cielo dejando a su paso un resplandor glorioso. Era un espectáculo hermosísimo, pero a la vez un tanto solitario. Fue en este momento cuando pensé en Santiago. Él había sido una de las luces más bellas en mi vida, pero también la más amarga, solitaria y fría. No pude más que soltar un suspiro mientras la tristeza se apoderaba de mi corazón.

De pronto, Eric me preguntó con gran interés:

—Oye, Reginita, ¿sabes de qué otra manera se les llama a los fuegos artificiales?

Decidí seguirle la corriente y pregunté:

—¿De qué otra manera?

—¡Prostitutas! ¿No es así como solían llamarles en el pasado? Son muy lindas, pero mueren jóvenes, igual que los fuegos artificiales que se disipan en un abrir y cerrar de ojos. También por eso decimos que se enfrían.

Eric se había criado en Francia, por lo que no era de sorprender que no comprendiera ciertos aspectos de la cultura local, por lo que tuve que explicar:

—Las prostitutas no son fuegos artificiales, pero ambos son una forma de entretenimiento.

—¿Eso no es lo mismo? —preguntó Eric.

—Tú vives en Francia. ¿También te llamas Francia?

Mi analogía fue clara y él pudo entenderlo de inmediato. Luego. se quitó los auriculares, cerró los ojos y dijo:

—Buenas noches.

Lo llamé por su nombre con voz suave, pero no respondió. Intenté hablarle de nuevo, pero siguió sin responder. Antes hubiera pensado que solo me estaba ignorando deliberadamente, pero ahora había comprendido que en verdad no podía escucharme. Acto seguido, me levanté, coloqué el último regalo a su lado y, antes de salir de la habitación, le deseé con voz dulce una feliz Navidad.

Mientras tanto, José y los otros guardaespaldas jugaban cartas, pero se detuvieron tan pronto me vieron salir. Me quedé de pie en la puerta mientras observaba sus jóvenes rostros y sentí una punzada en el corazón. Había algo que debía hacer por mi cuenta. Entonces, apreté los labios y dije:

—Tómense el día de mañana para ir a casa y pasar la Navidad con sus padres. Nos veremos aquí en dos días, a eso de las tres de la tarde, para irnos a Irlanda. No será una misión sencilla, así que, prepárense.

Antonio había usado el GPS un día antes para averiguar la ubicación aproximada de TM o por lo menos la ubicación de Dimitri y los demás. Seguíamos sin tener información de ellos desde que se cruzaron la frontera con Irlanda. Era casi obvio que era ahí donde se escondían, pero Antonio seguía intentando descifrar su ubicación exacta. Aún si Antonio no tenía éxito en su búsqueda, una vez en Irlanda, no nos sería difícil encontrar a TM ya que uniríamos fuerzas con las autoridades locales.

Sin embargo, este viaje no vendría sin consecuencias. No podía garantizar que los veinticuatro presentes regresarían con vida, pero sí podía asegurarles que no caeríamos sin antes darles una buena pelea.

Después de escuchar mis instrucciones, respondieron en unísono:

—¡Sí, señorita!

José dejó las cartas a un lado y se acercó a mí. Luego, instruí con voz suave:

—Antonio ya está listo. Debes hacer contacto con las fuerzas de la familia Genova en el extranjero. ¡Haz todo lo posible por mantenerte a salvo y minimizar los daños! También tengo una pregunta para ti:

—¿Es así como Santiago solía vivir?

«Santiago nunca ha podido alejarse del peligro. No sé por qué ahora siento pena por él». Sin embargo, justo cuando iba a detener a José de responder mi pregunta, él se adelantó y dijo:

—Señorita, los guardaespaldas que ahora la acompañan solían trabajar directamente para el señor Genova, por lo que puedo asegurarle que esta operación no es nada fuera de lo normal para nosotros. A menudo viajábamos con el señor Genova a diversas partes y hemos visitado el interior de Europa. Además, hemos sobrevivido heridas, hemos sangrado y hemos visto a muchos morir. Somos conscientes de que la vida es una ruleta. Así que no se sienta presionada; piénselo como un viaje como cualquier otro. Bastarán un par de horas para reestablecer la paz.

José entendía los temores que atormentaban a mi corazón. Temía no poder regresarlos a casa con vida. Tras oír las palabras de José, me mordí el labio y me preguntó de frente:

—Señorita, ¿tiene alguna idea de cómo es el mundo del señor Genova?

José no sabía que fue Santiago quien me había apuñalado, por lo que nunca se detuvo de decir su nombre.

—¿Cómo es su mundo? —pregunté con voz suave.

—El desastre y la gloria van de la mano.