Te regalo toda una vida de amor Capítulo 111

—¿Cuál herida? —preguntó con los ojos entrecerrados.

—Luc me dijo que cada vez que volvías a la residencia Genova…

—Te mintió —me interrumpió con sutileza—. Lucas siempre entra en pánico.

Al escucharlo, sentí rabia y vergüenza. Santiago alzó la mano y me acarició el cabello con delicadeza, como si tratara de calmarme. Sobresaltada, le pregunté:

—¿Por qué eres tan gentil de repente?

—¿Cómo? —alzó las cejas.

—¡No me sorprende que Lucas me acaricie así, pero es raro que tú lo hagas! ¡Te has vuelto más amable después de no verte hace meses, Santiago!

—Qué insolente —murmuró con seriedad tras retirar la mano.

Me quedé atónita: «¿Cómo que insolente? Solo recalqué su comportamiento».

Santiago me rodeó y se fue, así que lo seguí de cerca como un gatito a su amo. Tras caminar unos diez minutos, llegamos a un patio, que me hacía presenciar lo enorme que era la residencia Genova a pesar de la oscuridad. Tenía rocallas y lagos artificiales, un pabellón en el lago, así como muchas flores y árboles, de los que los hibiscos florecían de maravilla.

Sin mirarme ni un segundo, él entró en su habitación y yo lo seguí. Allí, me encontré con un ambiente un tanto moderno: estaba decorado con un estilo clásico del oeste. En un extremo estaba la coma; en el otro, la bañera. Una enorme sala de estar separaba ambos lados y en esta no había nada más que una mesa de cristal, haciendo que la habitación se viera un tanto vacía.

Santiago se quitó el traje, lo colgó en el perchero, se remangó las mangas y dijo:

—Me quedaré dos días en la residencia Genova. —Tras pausar, me dirigió una mirada profunda—. Te quedarás aquí conmigo ese tiempo. No merodees por ahí… No te estoy quitando tu libertad, pero mantente alejada de algunas personas molestas.

«¿Y quiénes son estas personas molestas?», me preguntaba, pero no insistí en que me diera respuestas. De igual forma, colgué y abrigo y le prometí:

—No lo haré. —Estaba en un lugar desconocido, ¿adónde iría? Además, no tenía sentido que me quedara aquí porque Santiago no estaba en peligro, así que me senté junto a la cama y añadí—: Mañana puedo irme por mi cuenta.

La primera cosa que haría al irme sería buscar a Lucas para ajustar cuentas con él por haberme engañado, ¡tenía que vengarme haciéndole una broma!

—¿Qué no querías verme? —me preguntó Santiago con frialdad—: Ya estás aquí, ¿por qué te vas con tanta prisa? Te puedes ir conmigo pasado mañana.

Como su decisión era tan firme y lo que dijo eran tan ambiguo, le expliqué:

—Lucas me persuadió.

Fue entonces cuando descubrí que Santiago había cambiado porque, si esto hubiera sido antes, me habría dicho de forma directa que me fuera con él pasado mañana. No haría comentarios tan ambiguos, aunque tal vez así fue como yo lo interpreté.

Por su parte, él ignoró mi explicación y permaneció callado. En ese momento, se me revolvió el estómago de nuevo y me tumbé de lado en la cama mientras reprimía el dolor. Cuando notó que algo estaba mal, preguntó:

—Reina, ¿te encuentras bien?

—Bebí algo de vino —le respondí—, así que me siento mal del estómago.

Santiago volvió a guardar silencio, pero no dijo que me lo merecía, sino que sacó el teléfono para hacer una llamada. En un rato, alguien trajo agua de miel y un vaso de leche. Por fin, con una paciencia con la que no se había visto antes, dijo:

—Elige.

Extendí la mano y señalé la leche, la cual me acercó y me ayudó a acomodarme para que pudiera apoyarme en su hombro. Cuando le di un sorbo a la leche, me pareció desagradable. Al sentir algo de náuseas, comenté:

—Sabe asquerosa.

Sin protestar, me cambió la leche por agua de miel. Después de beber unos cuantos sorbos, mi estómago se sintió mucho mejor y seguí apoyada en su hombro. Al poco rato, me quedé dormida y, aturdida, sentí que unas manos me quitaban los tenis y me colocaban con gentileza en la cama.

Cuando desperté al día siguiente, no vi a Santiago; estaba sola en la cama e incluso dormí boca arriba. Me levanté, sintiéndome un poco mareada, me dirigí a la bañera descalza y vi un cepillo de dientes y una toalla de baño nuevos. Santiago siempre era atento y bien preparado, pero ¿dónde durmió anoche?

Una vez que me cepillé los dientes, noté que no terminé despeinada tras dormir, así que no me arreglé el cabello y salí de la habitación. Afuera había un corredor del que colgaban unas luces color crema en los aleros junto al pasillo; incluso durante el día, las luces permanecían encendidas.

Aunque la lluvia no se detenía, esta no era tan fuerte como antes. Después de unas noches lluviosas, las flores de hibisco estaban por todas partes; el glorioso árbol de arce rojo también perdió casi todas sus hojas. La mezcla de colores rojo y blanco creaban un contraste visual impresionante.

Saqué mi teléfono y le envié un mensaje a Santiago: «¿En dónde estás?».

Al cabo de un rato, me contestó: «En el estudio».

«Oh», le respondí. Con el teléfono en la mano, me fui del patio. En cuanto salí, vi en la puerta a unas cuantas personas con cara de asombro, así que pregunté con amabilidad:

—¿Están buscando a Santiago?

Ellos no hablaron, sino que se me quedaron mirando, lo cual me enfureció. Quería irme y volver al patio, pero temía que me llamaran maleducada, así que me paralicé. Entonces, apareció una mujer elegante, quien llevaba un vestido similar al de la mujer de anoche. Se puso en medio de aquella gente y me preguntó con superioridad:

—¿Eres la zorra que Santi trajo anoche?

Lo llamó «Santi». Como era de esperarse, era una familiar mayor de Santiago. Tras mirarme de forma despectiva y llamarme «zorra» a la cara, no pude soportarlo debido a mi temperamento.

—¿Y cuál zorra serás tú? —le contesté con brusquedad.

Por lo tanto, me miró asombrada, como si la hubieran humillado, me señaló con dedos temblorosos.

—¿Qué dijiste? Te reto a que me lo digas de nuevo. Nadie jamás se ha atrevido a llamarme así…

—¿Quieres escucharlo una vez más? —la interrumpí con indiferencia.

En efecto, yo estaba siendo un poco arrogante, aun cuando es un pariente mayor de Santiago, pero ella no tenía intención de tratarme con respeto desde que se apareció.

—¡Atrápenla!

Aquellos que me estaban mirando se me acercaron de prisa y me tomaron de los brazos, pero los aparté y retrocedí dos pasos. Aun así, se me echaron encima de nuevo, pues me superaban en número. ¡Me atraparon y me llevaron ante ella!

La mujer de mediana edad iba vestida de manera extravagante, pero su carácter era desagradable y parecía acostumbrada a ser una opresora en este chalé. Mientras me sujetaban, alzó la mano y me dio una cachetada, pero su fuerza era débil; no se comparaba a la bofetada que me dio la ex de Manolo.

—¡Cómo se atreve una perra como tú, que ni siquiera eres parte de nuestra familia, a hablarme así! —me insultó. ¡Aunque ya estamos en el siglo xxi, donde la igualdad ha recibido gran énfasis, ella seguía viviendo en la antigüedad! Le escupí, haciendo que su rostro se pusiera pálido de ira mientras ordenaba—: ¡Golpéenla! ¡Con fuerza! ¡Déjenla lisiada!

Cuando los que me sostenían le obedecieron y quisieron golpearme, el miedo se apoderó de mí. En ese momento, ¡oí una voz gritar desde la distancia!

—¡Maldita sea, paren todos!