Te regalo toda una vida de amor Capítulo 451

Ah, esa voz sí que era familiar. Era la voz de Ezequiel. Giré y saludé con una sonrisa:

—Hola, Ezequiel.

Ezequiel llevaba puesta una chaqueta estampada y una camisa blanca, pero se veía bien con cualquier tipo de atuendo. Curvó los labios en una sonrisa.

—Veo que usted también está aquí, señora. —Rara vez me llamaba por mi nombre.

—Sí. Vine con una amiga.

—Muy bien. Las dejo con lo suyo. Adiós —dijo entonces. Era extraño ver que se iba tan temprano, pero aún más extraño era que hubiera aparecido allí.

—¿Cómo va tu recuperación? —pregunté.

—Muy bien. Gracias, señora. —Otra respuesta formal.

—Cuídese, señor Castillo.

Lo vi partir y, cuando lo perdí de vista, regresé al salón de baile; llegué justo para ver que Emilia derramaba un vaso de vino tinto sobre una mujer hermosa. Yo la conocía: era una de las celebridades más atractivas del momento y su nombre era Fiorella. Me abrí paso hasta ellas deprisa y oí que mi amiga decía:

—No te hagas la graciosa, Fiorella.

Emilia no era una bravucona, para que tratara así de mal a esa chica, debía haber hecho algo que la hizo enfadar. Sin embargo, la joven, que la miraba con una expresión compungida, dijo con un tono de voz que de tan infantil resultaba desagradable:

—¿Acaso nos conocemos, señora? ¿Por qué me hizo eso?

—Deja de actuar, Fiorella —repuso Emilia con una mueca—. Me diste un pisotón. No vas a salirte con la tuya, no si de mí depende.

Al parecer, la tal Fiorella se había metido en problemas. De pronto, se hizo presente Cristóbal y la joven intentó aferrarse a su brazo como si fuera su última esperanza, pero él la esquivó.

—¿Qué sucede? —inquirió.

—Ella me pisó —dijo Emilia haciendo pucheros.

—Sí, claro —negó Fiorella—. Tú me arrojaste vino en la cara. Te comportaste como una bravucona.

—¿Cómo es que yo soy la bravucona?

—Así es. Como eres amiga de Regina, la hija de los Esquivel y esposa de Santiago Genova, crees que no tienes nada que temer. Por eso viniste hasta aquí a pedirme que no me acercara a Cristóbal y me arrojaste el vino. No soy una robamaridos, dado que ustedes no están casados. Si sabes lo que te conviene, será mejor que me dejes en paz.

Emilia era una chica lista, pero no era experta en tratar con personas irracionales como la que tenía enfrente. Su rostro se ensombreció y dejó escapar un suspiro, y yo pensé: «Fiorella, iniciar una pelea con ella frente a Cristóbal es una estupidez. Transformará tu vida en un infierno».

—Señorita De Rocha —soltó Cristóbal antes de que Emilia pudiera responder—, ella es mi esposa. Sí estamos casados.

—¿Qué dijiste, Cristóbal? —La joven estaba atónita.

—Emilia es mi esposa. Es algo insolente, pero no es ninguna bravucona. Confío en ella. —Tras una pausa, añadió con la voz cargada de furia—: Este lugar está repleto de cámaras de seguridad. Podemos determinar fácilmente quién está diciendo la verdad. Si mi esposa la provocó, me disculparé en su nombre. Ella está conmigo, así que, si hace algo fuera de lugar, yo debo afrontar las consecuencias. Por el contrario, si ella dice la verdad, le haré un juicio por difamación y exigiré que dé una disculpa pública.

Fiorella jamás iba a tomar ese riesgo. Si le decía al público que había mentido y que había pisado el pie de otra mujer porque quería arruinar su matrimonio, sus fanáticos iban a pensar que tenía un corazón oscuro y envidioso. Además, Cristóbal se había atrevido a ofenderla a pesar de que ella estaba en la cumbre de su carrera, y eso implicaba ofender también a su patrocinador. Igual que Santiago: ambos sabían lo que debían proteger. La joven abrió la boca, pero no supo qué decir. Estaba desconcertada. De pronto, Cristóbal se puso en cuclillas y sacó un pañuelo para limpiar el polvillo —inexistente— de los zapatos de Emilia, lo cual llenó de envidia a todas las jóvenes que había alrededor. ¡Quién pudiera tener un marido como ese!

Emilia, en principio, me había llevado allí para darle una lección a Fiorella, pero en ese momento me di cuenta de que ya no necesitaba mi ayuda. Me disponía a irme cuando me choqué con alguien. Al levantar la vista y ver quién era, retrocedí de prisa.

—Nicolás.

Cristóbal y Nicolás eran idénticos, pero tenían personalidades diametralmente opuestas.

—Creí que odiabas estas reuniones —dijo entornando los ojos—. Al parecer, has cambiado.

—Vine con Emilia —expliqué. No odiaba los bailes, pero tampoco me encantaban. Nicolás frunció los labios.

—¿Cómo va tu vida?

—Feliz —respondí, con el deseo de que entendiera el significado oculto de mis palabras. «No te me acerques demasiado. Tengo una vida feliz y no quiero arruinarla».

—Claudio regresó a Bristonia —dijo de improviso.

Me quedé helada. No esperaba escuchar ese nombre de los labios de Nicolás. «¿Conoce a Ezequiel?», pensé.

—¿Y? —pregunté confundida.

—Me dijo que te conoce.

—¿Ustedes son amigos? —Estaba sorprendida. Él negó con la cabeza.

—Lo conocí hace poco.

Al parecer, Ezequiel y Nicolás eran un equipo, y Camilo iba a ponerse del lado de Nicolás si las cosas se complicaban. «Así que ahora son aliados, ¿eh?», me dije.

—Ah. Yo también acabo de conocerlo —repuse con indiferencia.

—Todos saben la clase de persona que es —dijo alzando las cejas—. Jamás renunciará a vengarse de Santiago, y yo no quiero que salgas lastimada. Si te encuentras en una situación en la que necesitas ayuda, habla con Cristóbal. Sé que no acudirás a mí, pero puedes contar con él. Él te ayudará.

Yo sabía que a Nicolás le hubiera gustado que le pidiera ayuda, pero los Genova eran mucho más poderosos que los Ferreiro. Si me encontraba con una situación que no pudiera resolver por mi cuenta, dudaba mucho que ellos pudieran ayudarme; de hecho, no quería su ayuda. Eso me podía complicar mucho más. Sonreí.

—Lo pensaré. —«No me permitiré caer», dije para mis adentros.

Nicolás resopló y miró detrás de mí.

—Debo irme. Los negocios llaman.

Cuando se fue, me di vuelta y me encontré con la mirada de Santiago. Enseguida me aferré a su brazo.

—¡Santi!

—¿De qué hablaban? —indagó sin dejar de seguir a Nicolás con la mirada.

—Ah, alguien anda de chismoso. —Sonreí.

—Y alguien de chistosa —repuso lanzándome una mirada gélida. «Uy, no me gusta cuando me mira así», pensé.

—Nimiedades. Me dijo que conoce a Ezequiel. Ahora están en el mismo bando.

—No te preocupes por ellos. No son una amenaza —me aseguró con voz calma mientras desviaba la mirada.

—Entiendo. —En ese momento, Cristóbal se acercó a nosotros con Emilia a su lado. Me pregunté cómo habrían resuelto el asunto. Me aferré más al brazo de Santiago y pregunté—: ¿Cómo les fue?

Emilia no lanzó una diatriba de inmediato, sino que sopesó sus palabras antes de responder.

—Nos ofreció una disculpa, así que lo dejé pasar por esta vez.

—No tienes que ceder por mí, ¿sabes? —dijo Cristóbal.

—No lo hice —respondió ella sacudiendo la cabeza.

Claro que no lo había hecho. No tenía necesidad de hacerlo, no cuando él estaba de su lado de manera incondicional. De pronto, Santiago susurró:

—Debo presentarme a una negociación. Te veré luego. No andes por ahí sola.

—Nos vemos luego. —Lo solté a regañadientes y lo vi alejarse. Justo entonces, se me acercó Amparo.

—¿A quién miras tanto? —Aún llevaba en la mano el ramo de flores que le había dado Tomás.

—A mi esposo.

—Regina, Tomás tiene una voz muy sensual.

—Ah, ¿la escuchaste? —pregunté sin pensar.

—Me deseó un feliz cumpleaños.

«¿Eh?», pensé. Emilia soltó el brazo de Cristóbal y se acercó.

—¡Vaya! Alguien se obsesionó con un famoso. Igual es un buen partido, creo.

—Tiene un aspecto majestuoso, ¿no crees, Emilia? Como el de un príncipe.