Te regalo toda una vida de amor Capítulo 432

No quería preocupar a Santiago. Además, podía lidiar con las noticias por mi cuenta. Cuando llegué al hospital, Roberto todavía estaba en la sala de emergencias. Aunque no sentía una responsabilidad por él, me resigné a cuidarlo, sabiendo que mi madre lo había dejado a cargo mío. Además, era solo un adolescente que necesitaba cariño y afecto con desesperación. Si le proporcionaba suficiente atención, sería amable conmigo.

Después de esperar tres horas fuera de la sala de emergencias, lo vi salir en una silla de ruedas, despierto por completo. El bribón tenía suficiente energía como para burlarse de mí cuando notó mis ojos enrojecidos.

—¡Ah, vaya! ¿En serio lloraste por mí?

No podía decirle que todo era debido a mi falta de sueño. En lugar de eso, dije con seriedad:

—No, no lo hice. —Fue una mentira piadosa. Él se rió con alegría.

—Es raro que alguien se preocupe por mí. Te diré algo, mi madre me regañó bastante hace poco. —Se refería a su madre biológica. Las enfermeras lo llevaron a su habitación y yo las seguí.

—¿Por qué sigues hablando con ella si te trata tan mal?

—Tal vez sea demasiado blando —suspiró él.

—Bueno, olvidemos ese tema. Por cierto, ¿Claudio Migueletes está detrás de tu accidente? Pareces necesitar unos cuantos meses para recuperarte.

Roberto tenía un yeso en su pierna izquierda y otro en su brazo derecho, además, su cabeza estaba vendada. Era un milagro que estuviera vivo. ¡Y no solo eso, sino que permaneció consciente cuando salió de la sala de emergencias!

—Ya ves, ese es Claudio —dijo—. Ojo por ojo. Quería esconderme de él, pero ese hombre se mueve rápido.

—Eso es porque saliste de fiesta hasta tarde —murmuré.

—¿Puedes culpar a un pobre hombre por querer tener una cita?

Entendí de inmediato lo que quería decir. Curiosa, pregunté:

—¿Llamaste a una trabajadora sexual?

—Jum, ¿parece que necesito una? —Me fulminó con la mirada mientras lo calmaba.

—Tranquilízate. Me iré a casa después de que te duermas.

—Está bien. Gracias por cuidar de mí.

En verdad, no cuidé de él de ninguna manera. Solo quería confirmar que estaba fuera de peligro antes de irme. Aun así, fue triste y doloroso ver sus lesiones físicas.Una vez que se durmió, salí de su habitación solo para encontrar a una enfermera esperándome allí.

—Señorita, el doctor quiere verla —anunció.

—¿Para qué?

—Es sobre la condición del paciente.

Encontré el camino hacia la oficina del médico tratante. Mientras estaba allí, me mostró una tomografía computarizada.

—Este es el resultado del paciente en estos momentos. Hicimos una exploración completa del cuerpo y descubrimos que tiene un trastorno sanguíneo grave.

«Eso lo sabía». Como no pude interpretar el resultado de la exploración, pregunté:

—¿Tiene una recaída?

—Sí. Han pasado seis meses.

Roberto nunca me lo contó. De repente perdí el interés en escuchar lo que el médico tenía que decir, pero continuó de todos modos:

—Su condición ha sido inestable. Recomiendo internarlo para que reciba tratamiento. Eso será más efectivo.

— De acuerdo. Entendido.

A pesar de eso, no tenía control sobre la toma de decisiones. Hablaría con él en los próximos días, porque todo dependía de su disposición a recibir tratamiento.

En ese momento, por fin me di cuenta de que nunca había visto a Roberto como a uno de los míos. Mientras estaba en la sala de emergencias, no estaba demasiado preocupada por él. Si hubiera sido Santiago el que estaba allí tendido, habría estado hecha un manojo de nervios. Si hubiera tenido un trastorno sanguíneo, lo habría llevado a recibir tratamiento con todas mis fuerzas. Después de hacer la comparación, me sentí culpable por Roberto.

Para mi gran sorpresa, tomé el ascensor hasta el primer piso donde me encontré con Ezequiel. Nos habíamos encontrado a través de múltiples coincidencias. Esa vez, tenía una cicatriz en la cara.

—¡Señor Castillo! Nos encontramos de nuevo —lo llamé.

—Estoy aquí para visitar a un amigo. —Él sonrió con amabilidad.

«¿Por qué está aquí tarde en la noche para visitar a un amigo?».

—Yo igual.

—¿Qué amigo? —preguntó con una expresión pacífica.

El sonido de las campanillas tintineó de nuevo.

—Es un chico que mi madre crió —expliqué—. Se metió en problemas porque alguien se vengó de él. ¡Qué lío!

—¿Estás preocupada por él? —preguntó con suavidad.

—No mucho —respondí negando con la cabeza—. Es responsabilidad de mi madre, pero me siento culpable por pensar así.

Estaba mal decir que no me preocupaba por Roberto en absoluto, pero es que no me importaba tanto como había esperado.

—Bueno, salgamos juntos.

—¿No va a ver a su amigo?

—La vida y la muerte son obra del destino.

—¿Su amigo está en una condición crítica? —exclamé asombrada.

Poco sabía yo que mi pequeña confesión de no preocuparme por Roberto lo había salvado de Ezequiel. En realidad, Ezequiel Castillo no era nada menos que Claudio Migueletes, quien hacía que otros se orinaran en los pantalones. Nunca logré hacer la conexión.

—Señorita, ¿está feliz? —preguntó con una sonrisa antes de que nos separáramos en la entrada del hospital.

—¿Por qué la pregunta? —Me quedé perpleja.

—Estudié psicología y no creo que lo esté. Hay melancolía en sus ojos. Tiene muchas preocupaciones, pero no puede identificarlas.

Era un lector de mentes.

—Estoy feliz —negué aturdida. «Estoy feliz, a diferencia de lo que él afirmó».

—¿En serio? Entonces debo estar equivocado.

Se fue después de decir eso. Miré fijo a su silueta, sumida en mis pensamientos. Luego, le envié un mensaje de texto a Antonio, pidiendo su ayuda para investigar a Ezequiel, a quien consideré sospechoso y misterioso.

De camino a casa, recibí la información de Antonio. Concluyó que solo había veintitrés hombres en el mundo con el nombre de «Ezequiel Castillo». Solo uno cumplía con el perfil de un profesor de psicología de unos treinta años. Me envió la biografía de ese hombre, que era bastante sencilla. El hombre llevaba una vida normal; solo su aspecto y aura destacaban. De alguna manera, me molestó.

Apagué mi teléfono y me apoyé en la ventana. Pronto llegué a la residencia y encontré a Santiago todavía despierto en la habitación. Me acerqué para darle un abrazo fuerte. Él me acarició la cabeza y preguntó:

—¿Investigaste a Ezequiel? Antonio me envió un mensaje de texto y me dijo que fuiste tú. ¿Por qué?

«¡Antonio, ¿cómo pudiste?! ¡Ya no tengo secretos delante de Santiago!».

—Es un cliente de la casa de té de Maya —expliqué derrotada—. Dijo que era Ezequiel Castillo. ¡Me pareció extraño que siempre llevara un brazalete con campanillas en la muñeca! Por eso le pedí a Antonio que investigara su pasado. Quizás estoy pensando demasiado.

—¿Campanillas? —Su rostro cayó sorprendido.

—Sí. No recuerdo si son de oro o plata. Después de todo, solo nos encontramos unas pocas veces. Frecuenta la casa de té de Maya desde hace unos pocos días.

—Ah, ya veo. —De repente, añadió—: Y su nombre es Ezequiel Castillo.

—Santi, ¿lo conoces? —Estaba confundida.

—Sí, pero no somos cercanos.

En ese momento, algo se agitó en mi mente. Recordé que Santiago y sus hombres una vez habían emboscado a Claudio. ¡Ezequiel había descrito algo similar: antes, tres hombres lo habían traicionado y le habían quitado toda su riqueza! «¿Podrían Ezequiel Castillo y Claudio Migueletes ser la misma persona?».

Ansiosa por obtener la respuesta precisa, abracé a Santiago con más fuerza y pregunté:

—Espera, ¿Ezequiel Castillo es Claudio Migueletes?