Te regalo toda una vida de amor Capítulo 372

¿Cuán preocupada había estado por perderlo en el pasado? De repente, me di cuenta que siempre me habían inquietado las pérdidas, y que sufría de una inseguridad galopante. Santiago lo entendía a la perfección, e incluso después del casamiento, inconscientemente, yo lo olvidaba.

—Lo siento, lo dije de pasada —me disculpé.

—No pasa nada. En el futuro, recuerda que estoy a tu lado.

«¡Míralo ahora! Cada vez se le dan mejor las palabras bonitas», comenté para mis adentros. «Hay una gran diferencia entre este Santiago y aquel hombre distante del pasado», reflexioné. Parecía un poco cansado y le pregunté si había descansado los últimos días.

—Sí, estoy un poco cansado —respondió.

—Duerme un poco —insistí, preocupada.

Dejó a un lado el collar que llevaba en la mano, ya no usaba el Rolex Submariner Green Dial, sino la pulsera Cartier. Se quitó el traje, lo colocó junto a la cama, sacó un pijama de seda color púrpura oscuro y se dirigió al baño a darse una ducha. Después de asearse, renovado, se acercó y me preguntó:

—¿Tienes sueño?

—Acabo de despertarme —respondí con sinceridad.

Aunque no tenía sueño, me arrastró a la cama. Mientras me abrazaba con fuerza, apoyé mi rostro sobre su pecho, y escuché los latidos de su corazón. Poco a poco, empecé a adormecerme. Desde la operación, parecía estar más cansada que antes, porque mi cuerpo no aguantaba mucho esfuerzo y se fatigaba con facilidad. Nos quedamos dormidos y Santiago se despertó antes que yo. Al abrir los ojos, lo vi apoyado en la cama mientras leía el mismo libro que antes: La mujer del teniente francés. Me levanté, lo tomé por el brazo y le pregunté:

—¿Qué hora es?

—Las cinco de la tarde —dijo tras tomar su teléfono y ver la hora.

—Es casi hora de cenar. ¿Vas a acompañarme al chalé Esquivel a cenar? No les he dicho a mis padres sobre nuestro casamiento.

—¿Por qué no se los has dicho? —Los músculos de su rostro se paralizaron.

—Me hiciste enfadar mucho cuando te fuiste del chalé Genova. Por supuesto, no estaba de humor para anunciar nuestro matrimonio. Si vuelves a hacerlo sin decir una palabra, la próxima vez…—respondí por instinto.

Como sabía muy bien cómo continuaría, intervino:

—Lo siento. No pensaba ocultártelo, pero quería darte una sorpresa. Joel me había sugerido que inventara una excusa, pero ya sabes que no soy bueno mintiendo y tampoco quiero hacerlo. Por eso me fui de repente.

Por mi parte, hubiera preferido que me mintiera un poco, para evitar estar pendiente de que me llamara o de que volviera a casa. Teniendo en cuenta esto, ¡al parecer estaba demasiado preocupada por perderlo!

—Es mi culpa, bebí demasiado —me disculpé.

A pesar de eso, no era fácil que él diera tantas explicaciones de buena gana. Si Lucas y los demás se enteraran, supongo que se quedarían boquiabiertos.

—Lo sé, fui yo quien descuidó tus sentimientos. —Como no quería continuar hablando del tema, dejó a un lado el libro que sostenía y me acarició la cabeza. Se puso de pie y me indicó—: Levántate ya. Más tarde volveremos al chalé Esquivel y tengo que preparar unos regalos para tus padres.

Así que estaba planeando una visita oficial.

—Puedes saltarte las formalidades —le dije con una sonrisa mientras me acurrucaba en las sábanas.

Después de ir al baño a asearse y al ver que yo seguía en la cama jugando con el teléfono, refunfuñó en voz baja:

—¿Estás holgazaneando?

—Abrázame —le pedí con aire mimado abriendo los brazos tras guardar el teléfono.

Durante unos segundos, Santiago permaneció en el mismo lugar sin decir palabra alguna. Luego, se acercó a la cama y me lanzó una mirada ardiente de pasión. Era grande y fuerte, y tuve que estirar la cabeza hacia atrás para mirarlo cuando lo tuve delante.

—¿Segura que quieres un abrazo? —me preguntó con voz ronca agachándose.

—Quiero un abrazo, amorcito —repliqué con voz suave y femenina mientras sonreía.

—Te lo estás buscando. —Su expresión se volvió más sombría.

—¿Eh? —Confundida posé mi mirada en él. Cuando me sacó de entre las sábanas, por fin comprendí a lo que se refería. Al principio, quise rechazarlo, pero me sedujo con palabras bonitas al oído.

—Cariño, dímelo de nuevo —susurró con voz ronca y varonil.

—¿Qué? —Por un momento me quedé perpleja.

Me abrazó por detrás y un escalofrío repentino me recorrió el cuerpo mientras dejaba que me acariciara.

—Pórtate bien y dime «amorcito» —murmuró con un rastro de apremio.

El placer que sentía en lo profundo de mi corazón era demasiado intenso y mi mente se quedó en blanco.

—Dímelo —repetía Santiago.

—Amorcito. —Cedí a los pocos segundos.

—¿Sí? —masculló con un tono ascendente.

—Lo quiero —le pedí, impotente.

—¿Qué quieres? —indagó coqueteando.

—A ti. —Agarré las sábanas con fuerza.

Hicimos el amor y nos quedamos en la cama durante un largo rato. Cuando nos despertamos de nuevo, ya eran las siete de la tarde. Deprisa, llamé a mi madre, que al oír que volveríamos a cenar, se rio entre dientes y me dijo:

—Estamos a punto de cenar, pero menos mal que llamaste. Prepararé un par de raciones más de comida, que deberían estar listas para cuando lleguen.

Después de que colgué, Santiago ya estaba totalmente vestido y volvía a ser el reservado de siempre, un hombre distinto por completo del que me había engatusado para que le dijera «amorcito». Al parecer, esa palabra lo excitaba de verdad. «Amorcito», la recité para mis adentros, y me pareció muy intrigante. Sin embargo, él no me había llamado «amorcito» sino «señora Genova». De camino a casa, las imágenes de Santiago en la cama invadieron mi mente, y cuanto más pensaba en ello, más me ardía el rostro y se me inundaba el corazón de placer.

En la entrada del chalé Esquivel, vi a Joel junto a un montón de cajas de regalo. Al vernos, se apresuró a recogerlas y se acercó.

—Señor Genova, no estoy muy seguro de las preferencias de la madre de la señora Genova, así que compré algunos accesorios y una pulsera. En cuanto a su padre, le compré algunos cigarros y vinos —informó. Se dirigió a mí como la señora Genova con familiaridad, lo que demostraba su discreción, por lo que se merecía una recompensa en privado. Más tarde, le sugeriría a Santiago un aumento para su asistente.

—Buen trabajo —lo felicitó Santiago.

Luego, me lanzó una mirada y me apresuré a abrir la puerta para hacerlo pasar. Mientras tanto, mi madre jugaba con Samanta en el patio, pero al vernos se levantó enseguida y dijo:

—Tu padre los ha estado esperando.

Santiago asintió, y yo tomé a la niña en brazos. Le caía muy bien, pues no paró de reírse rodeándome el cuello y llamándome tía Regina. De repente, pensé en Fernanda, que sufría una insuficiencia renal. «Debe de extrañar a su hija, pero su salud…», reflexioné. Era una madre estupenda; al menos, siempre había sido mi modelo a seguir.

—¿Me extrañaste? —le pregunté a Samanta.

—Sí —respondió con una risita.

Qué niña tan simpática y adorable era, la estreché entre mis brazos siguiendo a Santiago hasta la sala de estar.

—¿Has estado ocupado? —le preguntó mi padre a Santiago de repente durante la cena.

En el momento en que formuló la pregunta, ya supe cuál era su intención.

—La verdad es que no. ¿En qué puedo ayudarte, suegro? —repuso con cortesía Santiago tras dejar el tenedor.