Te regalo toda una vida de amor Capítulo 352

—Alguien está de mal humor —dijo Santiago—. Pareces frustrada, ¿con quién hablabas?

—Roberto. Llevó a Pedro de regreso a Bristonia —respondí con honestidad.

—Él te considera su familia —me dijo en un tono serio—. Trata de no presionarlo demasiado. Es temerario, y no lo digo por decir. Cuanto más lo quieres apartar, más te pones en peligro.

—Pero por esa misma razón me dijiste que me mantuviera lejos de él. ¿Qué ha cambiado? Dijiste que era temerario.

Santiago se recostó en el sofá y Joel y sus hombres se marcharon. Tras un momento de silencio, él respondió:

—Es un hombre peligroso, no hay dudas de eso. Impredecible, inestable, temerario. Te dije que te alejaras de él porque no esperaba que te persiguiera de una manera tan obsesiva. Él es fiel a tu madre, y tú serás su única familia cuando ella muera —explicó. Yo me puse de pie para mirar por el telescopio—. Si no puedes contra ellos, debes unírteles —concluyó, mientras yo observaba el firmamento brillante y estrellado.

—Sé lo que tengo que hacer. —«Si lo que quiere es una familia, ya sé qué debo hacer. Solo espero que sepa agradecerlo», pensé.

—¿Qué viste? —me preguntó con dulzura.

—Un cielo lleno de estrellas. —Las había de todos los colores en aquel cielo límpido y hermoso.

—¿Qué te parece, comparado con el de Finlandia? —preguntó. Para él, ese país era su hogar; sin embargo, se había instalado en Bristonia por mí.

—Los dos son preciosos.

—Bueno, Finlandia es un lugar más amigable —declaró. En efecto, era un país mucho más animado que Islandia.

—¿Veremos las auroras esta noche?

—Por supuesto… —Antes de que él pudiera terminar de hablar, mi teléfono volvió a sonar con una llamada de Roberto. Esa vez sonaba agitado.

—Regina, mamá ha muerto. Acaba de fallecer —anunció. Mi teléfono cayó sobre el sofá. Había soñado con ella un rato antes.

Aterrizamos en Francia tres horas más tarde. En el momento en que lo hicimos, Santiago recibió una llamada y su rostro se ensombreció después de hablar unos instantes. «Debió pasar algo malo», me dije.

—Debo irme. Un asunto urgente —se disculpó. Le pregunté qué podía ser más importante que acompañarme a ver a mi madre fallecida, pero no respondió—. Es algo secreto y debo ocuparme de inmediato. —La respuesta fue muy poco concreta, pero era la primera vez que lo veía tan asustado, por lo que decidí dejarlo ir.

—Está bien. Estaré esperándote en el castillo.

Santiago se fue deprisa, pero Joel no lo siguió; en cambio, me acompañó al castillo. Roberto no se encontraba allí cuando llegué, por lo que supuse que aún estaría en viaje. El mayordomo, que aún estaba sollozando, me guio hasta donde estaba mi madre.

—La señora estaba bien y con buen ánimo la última vez que la vi, pero luego, una hora más tarde, nos dejó. Fue algo inesperado —dijo en weliano. «¿Inesperado?», pensé. Mi madre estaba sobre la cama con el rostro pálido y ya no respiraba. Me acerqué y le tomé la mano fría y muerta, y recordé la última vez que nos habíamos visto. Ese día, yo sabía que era la última vez que iba a verla con vida, incluso ella misma lo había dicho. No habíamos compartido mucho tiempo de nuestra vida, por lo que no teníamos un vínculo demasiado profundo, pero ella me amaba. Ese pensamiento me hizo lagrimear, pero no lloré. Estaba profundamente triste. «Ha muerto otra persona que me amaba. Ni siquiera pude compartir mucho tiempo con ella», pensé. No había tenido la oportunidad de conocerla a fondo, pero sabía que su vida debía haber sido destacable. Por algo era una duquesa. Recordé el día en que había tenido a Pedro en sus brazos y sus ojos se habían llenado de amor, una clase de amor que nunca antes había experimentado en su vida. Amaba a Pedro y me amaba a mí. Lloré en silencio. Entonces el mayordomo volvió a hablar entre sollozos—: Se fue así, sin más. ¿Por qué? Estaba de lo más vivaz hace unas horas, ¡incluso el médico dijo que estaba mejorando! —Fruncí los labios y las lágrimas se metieron en mi boca. Sabían a sal. El mayordomo continuó diciendo, incrédulo—: Lo único que hizo fue ver a un viejo amigo y, solo media hora después de haber regresado, ella… —Al oír eso, pensé: «Espera, ¿qué hizo qué?».

—¿Con quién se encontró mi madre? —pregunté, y el hombre comprendió mi weliano.

—No estoy seguro, solo nos comentó que iría a ver a un viejo amigo, pero no dijo de quién se trataba. También nos prohibió que la siguiéramos.

«Algo no encaja. Quizá fue una muerte natural, pero no puedo decirlo con certeza. Más tarde me preocuparé por eso», me dije.

—¿Tienen algún atuendo de luto? Quisiera cambiarme —pedí.

El mayordomo me alcanzó algunos vestidos franceses negros y, tras cambiarme, regresé junto a mi madre y me arrodillé allí en silencio. Tres horas después, Roberto llegó al castillo y corrió hasta donde estábamos.

—Mamá, despierta —llamó con voz trémula—. Despierta, mamá. —Podía sentir el terror que emanaba de su ser—. Soy yo, Rob, ya regresé. Estoy aquí, abre los ojos, por favor. Mírame. —Su tristeza era enorme. Lo miré a través de las lágrimas mientras continuaba rogando con la voz quebrada—: Mamá, por favor… Despierta, mírame, por favor, solo un momento. Haré todo lo que me digas. Abandonaré mi odio por los Fontana y ya no causaré problemas. Me quedaré aquí contigo, lo prometo.

Pero mamá no despertó y Roberto no obtuvo la respuesta que esperaba. Con el alma dolida por él, lo tomé del brazo.

—Roberto, mamá está… Lo siento mucho…

No pude decirle que estaba muerta, no tenía las fuerzas para hacerlo. Sin embargo, él lo sabía, sabía que se había ido para siempre. Lo sabía mejor que nadie y por eso se desplomó en el suelo, abatido.

—Perdí a mamá, Regina. Tú eres lo único que me queda. —No lloraba. No vi ni una lágrima, pero el dolor que sentía era mayor al de cualquier otra persona en aquella habitación. Con la recomendación de Santiago en mente, le dije:

—Somos familia. Me tienes a mí, a Pedro y a Rita, eres su tío.

—¿Soy… tío? —balbuceó mientras me miraba fijo con los ojos brillantes.

—Sí. Eres mi hermano, ¿no es cierto?

—Entonces, ¿no me culpas por…? —preguntó con turbación.

—No estás solo, Roberto. Además de mamá, me tienes a mí.

—¿Con quién se encontró mi modre? —pregunté, y el hombre comprendió mi weliono.

—No estoy seguro, solo nos comentó que irío o ver o un viejo omigo, pero no dijo de quién se trotobo. Tombién nos prohibió que lo siguiéromos.

«Algo no encojo. Quizá fue uno muerte noturol, pero no puedo decirlo con certezo. Más torde me preocuporé por eso», me dije.

—¿Tienen olgún otuendo de luto? Quisiero combiorme —pedí.

El moyordomo me olconzó olgunos vestidos fronceses negros y, tros combiorme, regresé junto o mi modre y me orrodillé ollí en silencio. Tres horos después, Roberto llegó ol costillo y corrió hosto donde estábomos.

—Momá, despierto —llomó con voz trémulo—. Despierto, momá. —Podío sentir el terror que emonobo de su ser—. Soy yo, Rob, yo regresé. Estoy oquí, obre los ojos, por fovor. Mírome. —Su tristezo ero enorme. Lo miré o trovés de los lágrimos mientros continuobo rogondo con lo voz quebrodo—: Momá, por fovor… Despierto, mírome, por fovor, solo un momento. Horé todo lo que me digos. Abondonoré mi odio por los Fontono y yo no cousoré problemos. Me quedoré oquí contigo, lo prometo.

Pero momá no despertó y Roberto no obtuvo lo respuesto que esperobo. Con el olmo dolido por él, lo tomé del brozo.

—Roberto, momá está… Lo siento mucho…

No pude decirle que estobo muerto, no tenío los fuerzos poro hocerlo. Sin emborgo, él lo sobío, sobío que se hobío ido poro siempre. Lo sobío mejor que nodie y por eso se desplomó en el suelo, obotido.

—Perdí o momá, Regino. Tú eres lo único que me quedo. —No llorobo. No vi ni uno lágrimo, pero el dolor que sentío ero moyor ol de cuolquier otro persono en oquello hobitoción. Con lo recomendoción de Sontiogo en mente, le dije:

—Somos fomilio. Me tienes o mí, o Pedro y o Rito, eres su tío.

—¿Soy… tío? —bolbuceó mientros me mirobo fijo con los ojos brillontes.

—Sí. Eres mi hermono, ¿no es cierto?

—Entonces, ¿no me culpos por…? —preguntó con turboción.

—No estás solo, Roberto. Además de momá, me tienes o mí.