Era mediodía cuando llegamos a casa y nos adaptamos al huso horario. Habíamos viajado en auto durante algunas horas para llegar al chalé del Monte Amarillo, donde Carlos y una niñera desconocida jugaban con los niños en el patio. Ambos bebés gateaban en el suelo y llevaban juguetes de peluche en las manos. Iban vestidos iguales y se parecían, por lo que me tomó un rato distinguirlos. De pronto, un leve temor me invadió y no me animé a acercarme. Al ver sus dulces rostros, mis ojos se humedecieron y no pude controlar las lágrimas.
—No tengas miedo. Ve y abrázalos —se compadeció Santiago al ver mi expresión, y extendió la mano para secar las lágrimas que inundaban mis ojos.
—Señora. —Al ver que me acercaba a ellos, Carlos se levantó deprisa y me saludó con respeto.
La niñera actuó de manera inteligente y con tacto, y se apresuró a levantar a uno de los niños y alcanzármelo.
—Tiene que sostener al niño de esta manera, de otra forma se sentirá incómodo —me explicó con una sonrisa.
El niño que tenía en mis brazos era Pedro, mi hijo. Lo alcé con las manos temblorosas y el corazón enternecido. De repente, comprendí lo que sentía una madre: le quería dar todo lo que tenía, incluida mi propia vida, y quería evitarle hasta el más mínimo sufrimiento.
—Santiago —dije entre lágrimas.
—¿Sí? —respondió el hombre detrás de mí.
—Lo amo. —Lo amaba. De veras, lo amaba. Por supuesto, también amaba a Rita. Amaba a mis dos hijos, ya que eran la continuación de mi existencia. El brazo de Santiago sobre mis hombros me dio fuerzas, y no pude resistir la tentación de bajar la cabeza para besar a Pedro en la mejilla antes de entregárselo a su padre.
Poco después, la niñera me dio a Rita para que la tuviera en mis brazos. No quería soltarla, por lo que la sostuve durante un largo rato. Santiago sabía muy bien cómo alzar a un bebé y superaba con creces mis movimientos torpes. Además, Pedro era muy tranquilo cuando estaba en brazos, mientras que Rita era más revoltosa, así que no tuve más remedio que entregarle a la pequeña. Como si los niños le temieran por naturaleza, Rita, que había estado haciendo un escándalo conmigo, de inmediato se volvió dócil y obediente en los brazos de su padre. Con sus enormes ojos abiertos de par en par, comenzó a pedir algo. No estaba segura de qué era lo que quería, pero la niñera pronto me explicó que la niña tenía hambre.
—Ella es la niñera —la presentó Carlos.
—Gracias por cuidar de mis dos hijos —le agradecí.
La niñera llevó a Rita a su habitación para alimentarla y yo seguí a Santiago arriba para llevar a Pedro a su cuarto. Luego de dejarlo sobre la cama, el niño se despatarró y me sujetó el dedo para luego ponerse a jugar con él con una sonrisa. Seguí jugando con el bebé mientras Santiago, en un extremo de la cama, nos observaba.
—¿Te divierte jugar con él? —me preguntó después de un tiempo.
—Es mi hijo —respondí asintiendo con la cabeza. Santiago se quedó en silencio y yo levanté la mano y pellizqué la mejilla de Pedro. Como era muy suave, la pellizqué un poco más, sin poder contenerme, como si me hubiese vuelto adicta. Poco después, la niñera trajo a Rita a la habitación.
Jugué con ambos niños toda la tarde, y al anochecer la niñera se los llevó para alimentarlos otra vez. Después, los llevé conmigo a la habitación y jugué con ellos durante dos horas, hasta que se durmieron.
—¿No te aburres? —me preguntó Santiago con sinceridad.
—No —negué con la cabeza mientras sonreía.
Me dirigí al baño a asearme luego de que los niños se durmieron, y solo cuando salí pude sentir el agotamiento. No tardé en quedarme dormida al tumbarme en la cama, sin prestarle atención a Santiago, a quien había descuidado todo el día.
Al despertarme la mañana siguiente, Santiago todavía dormía junto a mí. Deprisa, salí de la cama y me aseé para luego ponerme las pantuflas y dirigirme abajo. Los niños ya habían comido. Me acerqué y alcé a Rita.
—Mi pequeñita, papá es un dormilón, vamos arriba a despertarlo juntas, ¿sí? —le dije con una sonrisa. Aunque no me entendía, disfrutaba hablar con ella.
Una vez arriba, con Rita en brazos, empujé la puerta de la habitación y encontré a Santiago despierto.
—¿Qué hacen despiertos a esta hora? —inquirió con voz magnética mientras fruncía el ceño al ver a la niña en mis brazos.
—La niñera dijo que tenían hambre y que tomarían una siesta más tarde.
Santiago balbuceó una respuesta, luego se levantó y entró al baño. Mientras tanto, tumbé a la bebé en la cama y, poco después, la niñera trajo a Pedro a la habitación. Después de salir del baño y volver a la cama, Santiago se inclinó y me besó en la mejilla, como de costumbre. Me giré sobre los talones y le pregunté con curiosidad:
—¿Por qué no besas a los niños?
Me respondió solo con una sonrisa mientras entrecerraba los ojos, me besó de nuevo en la mejilla y luego se levantó y se cambió en frente de mí los pijamas por ropa informal. Eligió un suéter color crema que lo hacía ver extremadamente atractivo. No admiré el paisaje durante mucho tiempo, sino que centré mi atención en los dos niños. Pasé todo el día con ellos y, cuando me acosté por la noche, Santiago me hizo una pregunta:
—¿Quieres conservar los niños y criarlos tú misma?
—Por supuesto que sí —admití. Además, siempre había sido parte de mi plan.
—Pero no tenemos tiempo para ocuparnos de los niños. —Sus palabras me pusieron los pies en la tierra. Ambos teníamos nuestras carreras y no teníamos mucho tiempo para ellos, pero estaba segura de que no los quería dejar en Monte Amarillo. Después de todo, no había mucha gente allí y no era el lugar ideal para criar un niño.
—¿Qué hacemos entonces? —le pregunté, preocupada. Como él había traído a colación el tema, debía haber pensado en alguna solución. Levantó la mano y me acarició la mejilla, como solía hacer.
—¿Qué te parece el chalé Esquivel? —propuso con voz cálida.